Hace poco anduve por Lima, en la Feria del Libro Ricardo Palma, aún vigente en el parque Kennedy de Miraflores. He aquí nuevas ocurrencias insólitas, en ese y en otros lugares del Perú.
Uno. La aerolínea LATAM me avisó dos horas antes de viajar que mi vuelo había sido cancelado. En vista de que la reprogramación era para el día siguiente en horas de la tarde, después de la presentación de mi reciente libro “La ciudad de las flores”, me vi en la imperiosa necesidad de comprarme otro pasaje, en otra aerolínea. Llegué a tiempo. Lo que no imaginaba era que LATAM volvería a cancelar el vuelo de regreso, dos veces, obligándome, de nuevo, a realizar otra compra. Me sentí fastidiado; pero creo que quedarme un par de días más fue provechoso. Lo fue, porque me encontré con Róger Rumrrill, Ricardo González Vigil y otros eruditos de la literatura, con quienes acordamos interesantes proyectos. En una de esas tardes, no obstante, ajeno al entusiasmo que me caracteriza, un conocido mío, tras abordarme con preguntas detalladas de mi quehacer en Lima, me preguntó por el libro que llevaba en la mano. Primero le hice mi pregunta clásica: “¿crees en la reencarnación?”. A pesar de decirle que yo sí, que me gustaría reencarnarme en sapo, no se dio cuenta de que, en realidad, el aludido era él. Tal si no ocurriera nada, siguió con su interrogatorio. Fue entonces que le hablé del libro. Le dije: “La autora, peruana, fue la mujer del Che Guevara”. Sorprendido, me respondió: “¿Su mujer era peruana?”. La verdad, la información era nueva también para mí, pero le dije: “¿No sabías? Me sorprende tu poco conocimiento en temas históricos y literarios”. Mis palabras fueron polvo lacrimógeno. Iracundo, en posición de pelea, me preguntó sobre un poeta español cuyo nombre ya no recuerdo. Me dijo que era un poeta universal, y que, le sorprendía que no supiera. Enseguida empezó a preguntarme el significado de varias palabras que nunca en mi perra vida había escuchado. “¿Qué? ¿No sabes?”, remató, airoso. No le dije nada. Estuve mudo un rato. Al cabo de unos minutos, llegaron dos mujeres hermosas a preguntar por los libros de Trazos. Debo referir que este conocido del que me ocupo, lo dice él, es un reconocido escritor del medio. Como lo tenía cerca, para liberar el sinsabor que no me dejaba respirar con tranquilidad, de inmediato me dirigí a las dos mujeres: “Les presento a mi amigo escritor, él es un laureado escritor”, empecé, “sabe bastante, conoce nombres de poetas españoles y el significado de palabras extrañas”. Las chicas se emocionaron. “Además es famoso, tiene su canal de YouTube de cincuenta seguidores”, seguí. El aludido no se quedó atrás. “Mi amigo exagera. El famoso es él. Miren su foto, se parece a Kiko”. Mostró la foto de mi libro y, sí, quizás sí había un parecido, corroboré. Algunos, durante este tiempo, al mirar esa foto, me han bromeado con “Cerati”; ¿pero Kiko? Realmente, pensé, me encontraba frente a un ser herido, capaz de cualquier cosa. Miré sus ojos y estaban rojos de cólera. De las comisuras de sus labios, se derramaba una saliva de perro rabioso. No sé por qué, se me ocurrió, creí que tenía frente a mí a una criatura vampiresca a punto de lanzarse sobre mi cuello. Fue solo por ese detalle que atiné a callarme. Más tarde, calmados los ánimos, el desenlace de este percance volvió a marcar una escena tensa. Otro conocido, digamos, igual que el primero, de corte folclórico-excéntrico, llegado de Huancayo, tras escuchar atentamente las hazañas de quien dijera que me parezco a Kiko, se lanzó con la siguiente respuesta: “¿Kiko? Será Kike, Kike Suero”, dijo, e inemdiatamente empezó a reirse, solo, calmo, de forma siniestra. Más que cólera, sentí miedo. Ambos personajes, aún tengo esa impresión, tienen rostros demoníacos, son dignos de ser parte de alguna novela de zombis o de terror. Por fortuna, ya regresé a Tarapoto, aunque no creo estar a salvo del todo, puede que me los encuentre en mis sueños.
Dos. En la FIL, en julio y con Julio, me encontraba de lo más entusiasta, atento a las personas que transitaban por el estand de Trazos. Nuestros libros, por ser de autores desconocidos, requieren de una explicación para poder ser vendidos, de lo contrario nadie los compra. En esos afanes me encontraba. Ya me dolía la garganta de tanto palabreo, cuando de pronto, vi acercarse a un tipo alto, medio calvo. No le vi la cara, porque en ese tiempo aún era obligatorio el uso de mascarillas. El dichoso personaje en mención, luego de hablarme del desinterés de la gente por los libros y por ende por la lectura, me preguntó cuáles eran mis autores predilectos. Le dije, por decir, “Chéjov”, “Kipling”…, e iba a decirle otros autores, pero de inmediato me preguntó por un cuento del primero. “No lo leí, o no lo recuerdo”, le dije. Mis palabras fueron como una voz de alerta de anuncio del fin del mundo. “¿No haaaaas leídooooo ese cuento?”, me increpó. Moví mi cabeza. Más de cinco veces me volvió a hacer la misma pregunta. Enseguida, enfrascado en una parafernalia de mímicas e indignación, me contó la historia con lujo de detalles, deteniéndose en los conceptos filosóficos, históricos y psicológicos de sus personajes. Enseguida empezó a preguntarme por los clásicos. ¿Has leído la novela tal?, ¿el cuento X?, ¿al autor Y? “No, no leo ni mierda, me aburre hacerlo”, le dije, incómodo de tenerlo cerca. Sucede que, en muchas ferias a las que vamos, nos encontramos con gente “erudita” y “sabihonda”; estas personas, desconozco el porqué, son amantes de las largas conversaciones y creen que nos hacen felices con ese derroche de horas de plática que nos ofrecen gratuitamente. Julio es quien hace el trabajo sucio de escuchar, o, a veces también se fastidia; pero en mi caso, trato de zafarme lo más pronto posible. Este tipejo de la FIL, en realidad era un conocedor, sabía bastante de literatura, solo que, yo no era precisamente alguien dispuesto a escucharlo. Es más, me estaba distrayendo de mi verdadero propósito: ofrecer libros amazónicos. “¿Tú qué escribes?”, me preguntó, de pronto, quizás alertado de mi indiferencia. En mala hora le mostré mi libro “La ciudad de las flores”. Miró mi novela con desprecio, me miró a la cara y, con los ojos bien abiertos en clara señal de estar bien seguro de cada palabra vertida, me dijo: “Primero: Tú nunca vas a igualar a los clásicos. Segundo: Eres un don nadie, no llegarás a más así publiques cien libros como este. Y tercero: Esta literatura de recojo de anécdotas no sirve, es patética desde cómo se ve y por supuesto más aún en el contenido. ¿Quiéres que te de un sano consejo?”. Ni loco, me dije. “Sabe qué, amigo, debo retirarme unos momentos de aquí. Nos vemos”, le cerré la conversación, herido en lo más hondo de mi ser. Me ausenté más de una hora. No volví a saber más de ese iluminado, hasta hoy.
Tres. En Iquitos, en la FILI, unos amigos de Pucallpa, mientras conversábamos de literatura en un boulevard, empezaron a bromear conmigo. “Provecho, doctor”, me dijo uno de ellos. “Mis respetos, te envidio, maestro”, comentó otro. Supuse que se referían al éxito en ventas de los libros de Trazos, no entendí al inicio; pero no, ellos estaban seguros de que todas las noches dormía conmigo, en mi aposento, una hermosa y escultural mujer. Las bromas tenían ese corte. “Sí, soy lo máximo”, les seguí el juego, contrariado de esas insólitas aseveraciones. Esa noche fui un rey. Al día siguiente, en cambio, uno a uno mis amigos, se acercaron para decirme que se rectificaban en lo vertido en la noche anterior: es decir, bajo ninguna modalidad, era un maestro de las artes amatorias ni tampoco sentían envidia de mí; es más, mi vida era la de un triste y pobre huevón, sin ofender, ni más ni menos, como la de cualquier otro. Tenían razón. Lo que había ocurrido era una confusión. Uno de ellos, al verme el primer día con Julio Pareja, les comentó a los demás que yo estaba con Pareja. Ese “estar con pareja” fue entendido de manera literal. Para cuando un segundo amigo que ya tenía esa idea pasó a verme, justo me encontró cerca de una trabajadora de la feria, quien debía mostrarme el hospedaje en el que me quedaría gracias al auspicio del gobierno regional de Loreto. “Ya vuelvo, voy un ratito al hotel”, me disculpé con la visita, sin saber de la confusión. En efecto, me fui al hotel acompañado de una mujer hermosa, solo que ni siquiera sabía su nombre. Esa noche, solo esa noche, fui el héroe de los ucayalinos.
Cuatro. En Cusco, a un amigo le dije que la música cusqueña me parecía triste. Fue ofensivo. No tuve intención de herirlo, pero no pude evitarlo. De nada sirvieron mis disculpas. Tres horas después, seguía indignado, insistente en sacarme de la cabeza semejante idea. Jamás volveré a decir algo parecido delante de un cusqueño. En Juliaca, uno de varios de los lugares del sur que visité en los años 2017-2019, tuve la sensación de que las personas eran un poco hostiles con los visitantes. Por supuesto, acordándome de Cusco, no se los dije a mis amigos juliaqueños. Lo cierto fue que, en Juliaca viví gratos momentos, inolvidables. Recuerdo mucho esos días, porque en ese lugar estuvimos con mi gran amigo Gavino Quinde. Una tarde en la que me encontraba totalmente cubierto con chompa, casaca, guantes, calentadores y dos chalinas en el cuello, de pronto vi acercarse a un hombre con el polo corto, bermuda y sandalias. Me quedé anonadado. Cómo diablos soportaba semejante frío, pensé. No me quedé con las dudas. “Señor, ¿no tiene frío?”, le pregunté. El hombre me miró extrañado. Seguro vio en mí a una especie de astronauta, o algo parecido. “¿Frío?”, se sorprendió e hizo una mueca similar a alguien que trata con un loco de remate, “¿Cuál frío? ¡Estamos en verano!”. Sentí más frío con esa respuesta para mí absurda.
Continuará…
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