Sucesos 7

He aquí, queridos amigos, nuevas vivencias genuinas de lo que acontece en las ferias u otros lugares de mi querido Perú (Parte 8).

Uno. Si me dicen «soy un libro abierto a las críticas» me preocupa sobremanera esa respuesta, a todas luces, ajena a la realidad. Por lo general, en parte debido a mi incipiente conocimiento de crítico literario y más porque quiero estar en paz con mi interior, rodeado de buenos amigos aunque sean excepcionales o malos escritores, me limito a dar una opinión detallada de lo que realmente pienso, siento o creo. En la FLA de Chachapoyas, a insistencia de una laureada escritora, tras mi respuesta neutra y a sugerencia suya, hice un comentario quizás un poco más explícito, de un grupo de relatos cortos de su autoría. Le sugerí algunos cambios, de unas palabras por aquí, comas, puntos, giros en los desenlaces del climax y, por supuesto, nuevos y emocionantes finales. «Cambia lo que quieras, dame una propuesta», me alentó ella, e inicié una reconstrucción mínima, de orfebrero, enfocado en los detalles que deberían, según mi criterio, ser la esencia del trasfondo de la obra. «¿Qué has hecho, animal?», fue su alterada respuesta. «Lo que me pediste», me defendí. Entre lágrimas, ofendida, iracunda, a punto de reventarme la cara a sopapos, me gritó: «pero quién diablos te crees para modificar mis escritos, ¿has estudiado para crítico literario acaso?, ¿conoces de literatura realmente, o eres un criticastro improvisado? Esto es el colmo. Cómo pude fiarme de un improvisado sin criterio, en qué momento confié en alguien que ni siquiera ha estudiado literatura». Tenía razón. «Solo hice unos pequeños cambios», traté de calmarla. «¡No seas pendejo! ¡No reconozco una sola palabra mía en este mamotreto!». Ante su ira creciente, retrocedí un poco, atento a una probable incursión de golpes. «Pero el trasfondo no ha cambiado, los personajes conservan los mismos nombres», me excusé. «Ándate a la mierda, eres un tóxico, un atorrante, ¿y sabes qué? Escribes re-mal. No sé quién te ha hecho creer lo contrario. Dedícate a otra cosa, imbécil, la literatura no es lo tuyo, baja de tu nube». Aturdido, casi un criminal, me quedé con los nervios inflamados, solo, sentado en un rincón de aquella cafetería chachapoyana a la cual habíamos llegado, hace poco, sonrientes a flor de piel. Nunca más, me dije, caería en lo mismo; sin embargo, hace poco, un escritor de Arequipa me pidió que le diera una ojeada a un cuento amazónico de su autoría. Igual, con la cantaleta de «me someto a las críticas», me animé a darle un vistazo. Me puse, con ahínco de escudriñador, a ordenar sus ideas lo mejor posible, por supuesto sin alterar el orden de la trama y el desenlace. Creo, así lo consigné en mi mente, a diferencia de lo ocurrido en Chachapoyas, fui extremadamente cuidadoso, en el más alto grado posible, de preservar las palabras usadas en ese texto. «No me jodas cabrón, has eliminado dos comas y un punto aparte de mi cuento. Además, has añadido dos peros y dieciocho palabras innecesarias, sin sentido, solo en el primer párrafo. ¿Qué te crees? A mí me han publicado en editoriales grandes, no como la tuya, pichiruchi. No voy a seguir leyendo tus mierdas de sugerencias, no seas payaso. Yo he leído los libros que publicas y, modestamente, escribo mejor que cualquiera de tus escritores», leí un mensaje en el WhatsApp, seguido de algunos títulos con «poca calidad literaria» que «no debieron publicarse nunca». De esos títulos, leí «Yakuruna», «Utopías y desvaríos», entre otros. Con un «Hasta nunca, baboso de mierda», la despedida se cerró con un bloqueo respectivo de WhatsApp, facebook, llamadas y mensajes. Me imagino que jamás llegó a leer mis innumerables disculpas. No importa, en Arequipa, el 2023, cuando lo vea de frente en el FESTILEC AREQUIPA que organizaremos a mediados de año, me postraré de rodillas ante él para que perdone mi osadía. En adelante, ahora sí, no haré nunca más el papel de crítico o editor literario. Cuando llegue a mis manos algún trabajo que, según mi criterio arbitrario, no valga la pena publicarse, sencillamente, me negaré a editar el mismo bajo cualquier pretexto que no hiera la susceptibilidad del autor. No entraré en detalles inútiles, para qué, no hay ninguna lógica razonable para gestar algún tipo de confrontación. Si fuera al revés, yo estaría agradecido de que me hagan notar mis falencias, total, todos somos ignorantes de algo, la vida es un aprendizaje constante. Claro, lo aceptaría si fuese es buena onda, como en mi caso; de lo contrario, tampoco lo permitiría. A propósito, en la FIL Ricardo Palma, alguien me hizo notar los innumerables errores orto-pija-gráficos de mi novela «La ciudad de las flores». Qué atrevido. Qué insolente. Qué imbécil. Cómo puede ser posible que un desconocido me venga a decir cómo debo escribir. Por poco, y no exagero, me agarro a puñetazos con él. Carajo, esa novela me ha tomado años escribirla; además, unas cuantas comas o tildes se les va a cualquiera. A este tipejo, para que aprenda a respetar el trabajo ajeno, la próxima vez que lo vea debería agarrarlo a correazos. ¡Maldito! ¡Te voy a encontrar, pedazo de basura!… Sí, tenía que decirlo, este resentimiento lo llevaba atravesado en mi garganta. Es que no hay derecho, yo no me aguanto pulgas, me gusta ser frontal. Pero bueno, como decía, hay que ser tolerantes, las críticas son buenas. O algo así.

Dos. La atención al público es lo más importante en la venta de libros. Julio lo sabe, conoce de este menudo detalle al milímetro, por eso se esmera en brindar una atención de calidad, acorde a la popular frase: «el cliente siempre tiene la razón». En teoría, hace un trabajo excepcional. Atento a mis sugerencias de ser tolerantes con las personas que se acercan a preguntar sobre los libros, me guiña un ojo cómplice, de total asentimiento. Yo intento darle otros consejos desde mi sitial de vendedor experimentado, pero la proximidad de un grupo de personas alerta a un Julio ávido de expresarse. «Oiga, mire ve, aquí está lo que busca, lleve ya, lleve su libro amazónico», lo oigo decir y ya no le digo más, porque el inexperto en realidad soy yo, así me siento ante su discurso tan emotivo y lleno de convencimiento. Si las personas pasan de largo, mueve la cabeza encabritado, y ya no sé si rebuzna de cólera o si entona algún desconocido ícaro, solo se me ocurre que está en un trance pasajero, propio de los genios incomprendidos. «Carajo, grrrrrr, para qué salen de sus casas si no van comprar nada», rebuzna, digo, habla, entre chirridos de dientes. Yo lo calmo en situaciones así, le doy palmadas en el hombro. «Tranquilidad, amigo», le hablo. «Estoy tranquilo, no me pasa nada, descuida; pero qué hijos de la guayaba para actuar con tanta indiferencia. Me fastidia que nos niguneen. Me jode que haya tanta ignorancia en este país». Le doy la razón. Ya no podemos quejarnos más porque se acercan más personas. Una mujer de vestido verde, al verlo, acelera el paso. «¡Señora! ¡Señora!», la llama mi amigo, insistente. Cuando al fin la dama se detiene y da la vuelta, «aquí está su libro, mire ve, lea, marque la diferencia, no sea parte del montón», intenta convencerla. «No, gracias», es la respuesta que recibe. «No desaproveche la oportunidad de cambiar su vida, un libro se quedará en su memoria para siempre. Yo la veo con cara de inteligente, no me decepcione». La señora, incómoda, o avergonzada, pregunta por los precios. «Barato, más barato que nacer. Para la sabiduría que llenará su mente, el precio es risible. Le aconsejo llevarse dos o más libros, sobre todo los míos. La firma es gratis, esa es la oferta del día». Ante la imposición de sostener, obligada, los libros ofrecidos, la mujer, ansiosa de irse, indaga sobre hasta cuándo nos quedaremos. «Ya nos vamos en un rato», miente Julio con descaro, «no desaproveches esta oportunidad, compra de una vez, no me decepciones más de lo que ya lo hiciste, porque también soy brujo y leo la mente. Yo sé que no te gusta leer. Qué mal. Detesto a la gente que no lee». «¿Tiene yape?», se rinde al fin la mujer. «Así me gusta. Ahora sí eres de las mías». De nuevo solos, Julio me dice, orgulloso de ser un vendedor consumado: «otro cliente satisfecho». Así pasan los días en las ferias a las que vamos. Una noche, en Piura, una mujer llegó con su pequeño hijo de por lo menos siete años. «Mamá, cómprame», le pidió el niño. Me había esmerado en contarle un poco acerca de mi libro «Cazador de dragones». Luego del típico «…en la luna ocurre algo extraordinario que el lector debe descubrir», logré captar la atención del pequeño. «Cómprame, mamita», insistió este. La madre, fastidiada por tener que invertir treinta soles, le dijo: «¿Pero vas a leer?». La respuesta fue un «sí» rotundo. «Tienes un montón de libros, eres un mentiroso, no te gusta leer. ¡Mejor no!», se negó la mujer. «Señora, ¿por qué actúa así con su hijo?», se metió Julio, «le está haciendo un daño irreversible. No se da cuenta de la frustración que le está causando. Por lo menos ponga una excusa que no lo dañe. Cómo le va a decir que es un mentiroso. Si no quiere comprarle el libro, aunque sea finja que no tiene dinero, o dígale de frente que no. No se hace lo que está haciendo. En verdad, su comportamiento es pésimo, deplorable, inadecuado. Pareciera que no tiene educación. Quítese de mi vista. Pero este niño inteligente no tiene la culpa de su mal accionar. Ven aquí, hijo mío». Tomándose atribuciones como si fuera el dueño de mis libros, mi amigo le obsequió uno al lloroso niño. «Toma, hijito, léelo y me cuentas», le consoló. Aquella acción, me puso la piel de gallina. Me emocioné hasta las lágrimas. La madre del pequeño, confundida, avergonzada, temerosa de acercarse al «abanderado de la cultura», desde una distancia prudente, me llamó para preguntarme el costo del libro. Quise no cobrarle, pero fue imposible no hacerlo debido a su insistencia. «Tiene razón el peloncito, aunque me asusta esa barba de loco que tiene», me dijo, temblando de miedo. Lo bueno fue que, en medio de aquel alboroto, la madre abrazó a su hijo con ternura, lo besó cariñosamente y le pidió disculpas más de una vez. Creo que fue un final feliz. «Vieja de mierda», remató Julio tan pronto se fue. En Cajamarca, ocurrió algo parecido. Un padre atinó a sugerirle a su menor hijo la compra de un libro alternativo al de su elección. «Papá, a mí me gusta el Sapito Tic Tic, por favor», pidió el niño. «Pero el amigo Joyo también es autor de este otro, y aquí hay seis cuentos; en el que tú quieres, en cambio, hay solo dos». En esos términos, al final el niño aceptó la arbitrariedad de su padre. En ese preciso instante, Julio, que se estaba guardando para el final, hizo su intervención magistral: «Oiga, no se pase pues. El niño quiere leer el otro libro. No le frustre su entusiasmo, déjelo elegir. Quisiera hablarte en privado, acompáñeme a un costado». Ignoro de qué hablaron. Al cabo de unos segundos, al asomarme al fondo del pasadizo que daba con la parte posterior de la feria, vi a Julio con las manos ocupadas en el cuello de ese tipo. Lo tenía suspendido en el aire. Eso fue todo lo que ví, no quise meterme en líos ajenos. Después de un momento, con la cara roja, la camisa desarreglada y el pelo revuelto, aquel hombre volvió con aire sumiso, resignado a cumplir con el pedido de su hijo. No quise preguntar el desenlace de esa conversación privada, solo me callé, seguro de estar ante un excelente vendedor. En otra ocasión, en Chachapoyas, ante la insufrible presencia de una joven madre que le aseguró ser «magíster en pedagogía», con estudios avanzados en temas relacionados con la educación inicial y primaria, Julio se vio en la necesidad de explicarle, con ejemplos y teorías fundamentadas, la importancia de la psicomotricidad, interacciones simbióticas y otros términos que me es imposible recordar, en bien del desarrollo emocional, cognitivo y no sé qué más, del niño y el adolescente. «Soy profesor de inicial, dramaturgo, artista y escritor, señora. No estás hablando con cualquier ser humano común y corriente. Aquí el ingeniero lo puede corroborar. ¿Sí o no Miu?». «Sí, sí», respondí sin chistar. En conclusión, mi amigo es un vendedor con conocimiento de causa. Su talento es nato.

Tres. Una noche, mientras departíamos un par de cervezas en una feria de Tarapoto, mi amigo Satanislao me advirtió que para nada era bueno excederse con el alcohol. «Todo tiene su límite», me dijo, e incidió en frases como “llevar el control”, “tomar con moderación” y “actuar con el cerebro”. Me aseguró que, a pesar de haber sido un bebedor empedernido, jamás en su vida había perdido el control. Es decir, según su afirmación, era un “borracho tranquilo”. «Tampoco es bueno el cigarro en exceso», me aseguró. «Pero Fidel Castro vivió toda su vida con habanos entre los labios, sumido en un exceso latente», le contradije, solo para fastidiarlo un poco. «Es cierto. También yo fumaba tres cajetillas por noche y sigo vivo», me respondió, pensativo. «¿Tres en una sola noche?”, me sorprendí. “Claro. Yo era timbero. Bebía y fumaba de amanecida, todos los días”. “Entonces, tú eras lo que hoy es mi amigo que llegará en breve. Él es poeta y no conoce la sobriedad”, le respondí de inmediato.  Me miró sorprendido. «¿Qué va’ser? No creo tanto», me dijo, entre risas. Al rato, como si mis palabras hubieran sido premonitorias, el referido poeta llegó con cinco six packs de cerveza Heineken. Para completar la función estelar, apareció Julio acompañado de un escritor del medio. Salud aquí, salud allá, cigarrillos de por medio, y las indirectas empezaron a mecerse en un ambiente que se fue tornando, de la nada, hostil y poco acogedor. «Estamos pasando el límite», pensé, acordándome de las palabras de Satanislao. El poeta levantó las manos, tomó aire, «calma, paz y amor, tranquilidad», expuso. Lo vi como un predicador en acción. «Estamos entre amigos, mantengamos la cordura, por favor», invocó. Julio tomó, de un solo sorbo, media lata de cerveza. Satanislao se tocó la barba. Las últimas imprecaciones, quizás mías, todo era confuso ya, se disiparon en el aire para dar pase a un silencio absoluto. “Amigos míos, sensatez ante todo, nos merecemos respeto los unos a los otros”, remató el poeta. En los minutos siguientes, por acuerdo unánime, decidimos ir a otro lugar en busca de más cerveza. Era tarde. Nadie quería volver a casa aún. El poeta, en un arranque de altruismo sin precedentes, embarcó a Julio y a Satanislao en su diminuta motocicleta. Los vi avanzar lento, apretados, uno detrás de otro. Al verlos en esa posición tan risible, pensé en que los años no habían pasado en vano por nosotros, ya no éramos los mismos de antes, ahora el peso de nuestros pasos lindaba entre lo absurdo y lo ridículo. Pero ahí íbamos. Luego de una travesía corta, en el antro elegido al que fuimos a dar, encontramos a un gran amigo, periodista él, tomado de la mano de otro entrañable compañero de aventuras de antaño. Ambos personajes, que de pronto decidieron unirse a nuestro grupo, fueron el complemento perfecto para iluminar de explosión multicolor aquella noche sombría. Fue un encuentro efusivo. Como era de esperarse, por turnos, cada uno hicimos gala de nuestras hazañas de juventud. “Yo traje a Leuzemia, carajo, fue el mejor concierto de todos los tiempos”, gritó mi amigo periodista. “A mí me confundieron con uno de los músicos de llusión Marchita”, habló el otro. “Yo soy el mejor poeta de esta generación”, se impuso ya se imaginan quien. Y así, en esa dimensión y en los más altos decibeles imaginados, la pólvora volvió a inventarse aquella noche. De pronto, un coro de voces altisonantes al llamado de “queremos punk, carajo”, surgió intempestivo, en refuerzo de las canciones “a pedido” del altoparlante. Aeropajitas, Dos Minutos, Flema, sonaban una y otra vez, en medio de una euforia épica, sin límites. Satanislao, fiel a su filosofía de medirse con los excesos, fue el primero en retirarse. Le siguieron dos más. En la ya fresca madrugada, Julio, yo, el poeta y el periodista, decidimos quedarnos hasta el final, aunque en un primer momento no supimos a qué nos estábamos refiriendo exactamente. En breve, sin embargo, las luces del final del túnel se encendieron de improviso. Fue el poeta quien apretó el interruptor. Airado, todo lo contrario del ser apacible, paciente y con aires de predicador de hacía unas horas, empujó con todas sus fuerzas al periodista, disconforme nadie supo de qué, o sí, a esas alturas ya no fue relevante el trasfondo. El agredido, lanzado a veinte metros de distancia con brutal violencia, fue a dar con un cerco de alambres de púas. Algo ensangrentado, lo vimos llorar de dolor. Por suerte, dado a que se estrelló en un poste, no fue una gran tragedia. En tanto, Julio, y de paso yo, por entrometidos, solo besamos el pavimento. Para no llegar a mayores, nos dispersamos lo más pronto posible. Pienso ahora que Satanislao tenía razón: en definitiva, excederse con el alcohol es una pésima idea.

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