Sucesos 6

He aquí, queridos amigos, nuevas vivencias genuinas de lo que acontece en las ferias u otros lugares de mi querido Perú (Parte 7).

Uno. En Cajamarca, en la feria del libro, encontré a más de un personaje ilustre. Uno de ellos fue el sobrino de Francisco Izquierdo Ríos, me refiero al escritor Wilson Izquierdo, con quien nos tomamos un café y acordamos publicar una novela de su autoría sobre la vida de «Pancho», el más grande baluarte de la literatura sanmarinense. Con quién también me crucé, fue con el hijo del riojano José Gustavo Ibérico Zarate, «J-GIZ», escritor, poeta y hoy por hoy, lo mismo que Wilson, insigne poblador cajamarquino. Ambos personajes en mención, llegaron al stand de Trazos atraídos por la vasta producción de literatura amazónica. Me enteré de varios detalles antes imprecisos en mi memoria, me sorprendí, me reí, me emocioné. Fueron encuentros históricos, memorables, de gran valía. Y lo mejor, sin buscarlo, se gestaron proyectos trascendentales. «Nos merecemos un trago, carajo», se emocionó Julio Pareja, una noche. De inmediato, un amigo cajamarquino de apellido Reyes, artista plástico él, expositor de la muestra artística instalada en la feria, «Aquí hay buen llonque», intervino, presto a proveernos de una botella de aguardiente de 60° de pureza. Una copita, dos, e intenté otra, pero me quemaba la garganta. «¿Una cervecita luego, en el concierto de cierre de campaña de la K?», avivó la llama de la embriaguez, otro artista que se unió a la conversación. “Que sean muchas, salud, salud”, avivó la idea Julio, embarcado en un viaje de franca algarabía. “He aquí un pequeño librito de mi autoría, te lo quiero obsequiar, recíbelo como parte de mi cariño”, le habló, de pronto, Julio a Reyes. Ese “librito” de 523 páginas, de 17×24 cm., titulado “Teatro amazónico”, un compendio de 25 obras teatrales, fue depositado, a duras penas, en el bolso del artista. Lo vimos encogerse un poco por el peso, pero siempre una pieza de arte es una carga liviana para los amantes de la cultura. La euforia, debo admitirlo, se instaló en nuestros corazones. «Tengo más de 500 obras listas para engrosar varios volúmenes que publicaré con Trazos a la brevedad posible. Novelas, debo tener unas 50. Cuentos, unos 2000. Y sigo produciendo. En la madrugada de hoy escribí un cuento de 30 páginas en un par de horas», contó el popular «abanderado de la cultura», atento a las miradas de artistas, escritores y libreros, reunidos en inusitado despliegue de curiosidad. «También soy actor y director teatral. Los entendidos coinciden en que después de Stanislavsky, no ha habido otro que le siga tan de cerca los pasos como yo. No es mi intención sonar jactancioso, pero mis técnicas de actuación, en realidad, superan a las de cualquier entendido en estos temas. Ojo, no lo digo yo, lo dice la historia con hechos, lo dicen los centenares de críticos experimentados de toda latinoamérica y el mundo». Y poseído por una emoción desbordante, repartió vivas y abrazos con todos los presentes. Salud, salud, viva el arte, viva la literatura. ¡Viva!, se escuchaba un coro humano. Brindemos con el elixir de la vida, qué grato estrechar manos de artistas natos, de escritores, de promotores de la cultura. Es recíproco, salud hermano del arte, se repetían las voces. El monólogo se instauró en breve: «Me sé de memoria no solo mis innumerables obras, también recito los libros completos de Vallejo, me sé yaravíes, conozco a los más insignes poetas peruanos. A los clásicos de Shakespeare, los aprendí en su idioma nativo: inglés británico. Oscar Wilde, Chéjov, Moliere y otras eminencias, me demandaron sacrificio, años de estudio, pero el resultado fue sorprendente: hasta hoy, los interpreto al milímetro, con comas y puntos. Hace media hora, a propósito, me memoricé un poemario de un poeta cajamarquino». Otra oleada de «vivas» y «bravos», coreamos al unísono. «¿Y también compones canciones?», preguntó una profesora de apellido Arana, cantante aficionada. «Esas ligas menores, con el perdón de mis hermanos músicos, no encajan en mi universo creador. En todo caso, mis obras son piezas musicales de largo aliento». Aunque no fue convincente la improvisada respuesta, los aplausos del público sonaron sinceros. Conté 27 personas. De una conversación íntima, en un ínterin equivalente a un abrir y cerrar de ojos, el escenario cambió al de una especie de predicador ante sus fieles. Julio era el profeta. Los demás, oyentes acuciosos, fieles a sus preceptos divinos. Faltó poco para oírle decir: «Inclínense ante mí, súbditos de la grácil creación, desgraciados de poca fé». Pero solo lo oí declamar: «No es gran cosa, no crean que me considero un ser superior. Tan solo soy un pobre mortal, un ser humano común y corriente que habita este planeta atiborrado de mentes brillantes. Aún me falta aprender mucho, yo solo sé que no sé nada, soy un analfabeto más del montón, soy… el ermitaño Julio Wilber». Con esta intervención final a modo despedida, el grupo de personas ahí reunidas, se disolvió en minutos. Nos quedamos, como en el inicio, yo, Julio, Reyes y el otro artista. Una vez solos, en cuanto se pudo, tal cual lo previsto, nos fuimos a la plaza de armas. En el camino, el amigo de Reyes, es decir, el otro artista, me abordó para felicitarme. «Ese libro que me obsequiaste, me ha gustado, es creativo», me dijo, refiriéndose a «Utopías y desvaríos». No supe qué decirle. En su mente, supongo, equiparó un óleo con un libro, o viceversa, en el sentido artístico. «Son historias coloridas, llenas de expresión. Me gustan», siguió. «Gracias», atiné a decirle. «En el capítulo que habla del refugio perfecto, no entendí mucho. El narrador dice ser un cuerpo resbaloso, animalesco, de aventajado tamaño. A mí entender, se trata de un pincho enorme. Otra cosa, ¿a qué te refieres con caverna espeluznante?». Lo miré un poco contrariado. Nadie, nunca, me había hecho una pregunta así. Finalmente se me ocurrió contarle acerca de personas extrañas que querían ser caballos, perros y hasta penes, como era el caso en discusión. «Gaferas pasa en este loco mundo, de no creerlo», fue su respuesta. Le di la razón. De momento, dado al ruido del concierto en plena plaza, no hablamos más. Aquella caminata de una cuadra, o menos, me hizo pensar mucho. Mientras las bandas cajamarquinas e incluso una famosa llegada del norte, desfilaban con todo su repertorio ante miles de personas, yo seguía mudo, ahogado en mis pensamientos. También, me dije, éramos seres extraños. Miré a Julio. Ahí estaba frente a mí, hambriento de aventuras y sediento de cerveza, con esa extraña barba, ese pelo largo y esos extravagantes collares de huairuros. Del mismo modo, miré mi interior. Lo ví tan profundo, tan vacío, tan despoblado de sueños, que se me fueron las ganas de vivir. Al carajo, en resumidas cuentas, aparte de ser un excéntrico soñador, no tenía nada más en dónde caerme muerto, me sentí un ser minúsculo, apocopado, sin proyección. La cerveza, fría al natural, menos fría que el ambiente, encajó a la perfección en mi estado de ánimo. «Oiga, ¿y qué piensa escribir sobre Cajamarca?», me sacó de mis cavilaciones el oportuno Reyes. Adelantándome al instante en qué escribo este texto, le dije con una seriedad marcada: «Sobre mis tribulaciones. Y de cómo vine a dar en esta plaza. Voy a escribir una reseña, anécdota, crónica, o la combinación de las anteriores. O simplemente, cualquier «gafera»». Reyes me miró medio raro, o preocupado, pero no se ofendió, por el contrario, se fue a comprar cuatro cervezas más.

Dos. A las ferias de libro acuden públicos diversos. He contado lectores, artistas, escritores, curiosos y despistados. Más de uno, atraído por la idea de publicar un libro, se ha acercado para preguntar sobre el proceso. Naturalmente, lo más esencial es contar con un trabajo terminado. El cuidado del texto, el diseño de portada, la edición y la diagramación, son los pasos siguientes. Los trámites de depósito legal e ISBN, lo que continúa, en realidad son formalismos obligatorios, sobre todo el depósito legal. Tras este detallado procedimiento, recién se procede con la impresión. Para quienes publican desde el corazón, con alma y sentimiento, no existe suceso más importante que el nacimiento de un libro. Algunos dicen «ha nacido un nuevo hijo desde mis entrañas, carajo, me merezco la gloria», otros «ya tengo hijos, ya he plantado un árbol y ahora que ya escribí un libro trascendental e invaluable que marcará un nuevo canon en la literatura universal, ya puedo morir en paz», e inician una gran campaña de difusión en Facebook, porque el libro es digital, se unen a grupos literarios para recibir diplomas, reconocimientos, certificados y otras felicitaciones, por supuesto todo en el campo virtual. Y he ahí un peso pesado de las artes literarias, así se forjan estos bastiones de la universalidad. Hay de los que centran su talento en frases rebuscadas pero no complejas, como si trataran de crear un dulce exquisito con ingredientes poco convencionales. A estos no los entiendo mucho. Dicen «atardecer» para referirse a la «senectud», o «mañana» para hablar del «futuro», e inventan frases de reflexión de dos líneas que son, o deberían serlo, «profundas», «exquisitas» y «elementales». Son ejes esenciales de la nueva literatura, de esa que se expone en las redes sociales acompañada de obras de arte, flores o paisajes. Seguramente se trata de una literatura de vanguardia, solo que mi poco refinado gusto me hace optar por las composiciones clásicas e impresas, aunque es evidente que los tiempos han cambiado. De los referidos líneas atrás, uno de ellos, en la FIL Lima me llevó un manuscrito. «Aquí tienes algo nuevo, acorde a los tiempos actuales», me dijo, seguro de tener en sus manos un trabajo superior a cualquier otro publicado por Trazos. «Tómate tu tiempo, lee de a pocos para que entiendas», fue una sugerencia de genio a principiante. Esa jodida noche, las 80 frases de una y dos líneas plasmadas de manera independiente en 80 páginas, me sonaron a fragmentos de «Las mil y una noches». Una frase decía así: «No necesitas cerrar los ojos para soñar», e imaginé ser el genio de la lámpara maravillosa cumpliendo los sueños de los desamparados. Otra: «Por alto que estés, terminarás abajo», y ¡zaz!, me volví Simbad en las profundidades de una cueva, rodeado de riquezas. Al término de la lectura, me sentí cansado de tanto viaje imaginario. Es genial, me dije. Julio no pensó lo mismo: «Este bodrio de mierda, todo junto, a las justas hace una página. Más extensa es la presentación», opinó. Lo volví a ver. Era verdad, tenía un prólogo de diez páginas. Al día siguiente, en vista de que me visitaron unos tíos, primos hermanos de mi madre, en mi ausencia Julio tiró el manuscrito en la cara del autor. Me comentó que, al no soportar su exagerado ego, en vez de darle un buen lapo, por atrevido, lo largó diciéndole sus cuatro verdades. No volví a ver a ese autor consumado. Sigo pensando, al contrario de Julio, que sí era rescatable esa…, digamos, extraña obra de dichos abstractos y emocionantes.»Pura mierda», me rebatió Julio. No dije más. Otro grupo de escritores potenciales, de grandes ideas pero de cero libros escritos, radica en el anonimato. Son discretos en extremo en compartir un texto, porque temen ser víctimas de plagio o de hurto de ideas. Saben lo que vale el trabajo que no hacen, por eso todo lo tienen en el cerebro. En los grupos de redes sociales, nunca comentan, solo dejan likes o corazoncitos. Cuando van a las ferias a visitar editoriales para una futura publicación, tampoco preguntan de frente, lo que hacen es pedir tarjeta de contacto. Un día me llamó uno de ellos. «Quiero publicar una novela de suspenso, me gustaría saber cuál es la oferta de su editorial». Luego de preguntas y respuestas, le hice saber que necesito leer el manuscrito antes de darle mi opinión. «Tendrá 450 páginas de aventuras, intriga, sangre, misterio y romance. Con mi novela vas a levantar a tu editorial en fama y riqueza, pero quiero un trato justo. ¿Podemos hablar? Si no estás interesado, tengo miles de opciones más en el extranjero», me dijo, seguro de sí mismo. No supe si mandarlo a la mierda, no supe si me estaba jugando una broma. Respiré hondo. «Lo felicito. ¿Entonces, me enviará el manuscrito?», le volví a preguntar. «No, claro que no. Es un riesgo potencial entregar a un desconocido un trabajo de ilimitada perfección. Sería suicida de mi parte. Lo que puedo hacer, cuando lo tenga listo, es llevarlo impreso para que lo lea mientras lo vigilo de cerca, así nos evitamos suspicacias de ambas partes». Le dije que de mi parte no habría problema en encontrarnos para tal propósito, pero que sería incapaz de tomar posesión de un trabajo ajeno. «Por favor, entre gitanos no vamos a leernos las manos. Eres editor, sabes que si pescas un pez gordo no lo sueltas. Yo soy una ballena, señor Vásquez, aprovecha tu día de suerte». Para cerrar la conversación, pregunté el día en que podríamos vernos. «Será pronto, en cuanto escriba la novela». Me sorprendí. Media hora hablé con un tipo sobre un libro ni siquiera iniciado. Qué manera de hacerle perder el tiempo a uno. «Está en mi cabeza, lo tengo todo en el mejor lugar. Solo es cuestión de ponerme a escribir. En el momento menos pensado, yo te llamo. Ve haciendo el contrato, es importante tenerlo todo claro», me habló, me siguió hablando durante dos horas más y ya ven, a medio año de transcurrido ese día de suerte, aún sigo esperando esa llamada ganadora. Otro grupo de escritores, el de mayor radio de acción, es el de los poetas. Salvo aquellos que son conscientes de que las licencias poéticas no se basan en escribir versos tras versos sin ninguna razón lógica. Salvo aquellos que, por sentido común elemental, tal cual escriben poesía en verso, no la leen en prosa… Salvo los referidos, con el resto prefiero no entablar amistad alguna. Lo más jodido de tratar con ellos, es tener que lidiar con la edición. Los jijunas exigen tipos de letras, tamaño, espaciado, mayúsculas en medio de los versos, o al inicio aún sin un punto aparte, dedicatorias en cada título o estrofa, y más, mucho más. Prácticamente, exigen que un editor verifique un trabajo que no puede ni debe ser cambiado en absoluto. Si tengo que aguantar a un poeta en estos afanes editoriales, preferible me las arreglo con el segundo grupo de escritores más numeroso después de los poetas, aquellos de quienes hay que rehacer sus escritos en un doscientos por ciento para que tengan algo de sentido. Finalmente, estoy yo y mis elucubraciones. Ya para qué hablar de algo tan aburrido, mejor me voy a dormir antes de que amanezca.

Tres. De niño, un tío mío, hermano de mi padre, entre otros libros, me regaló una selección de cuentos rusos. «El pájaro de fuego» era el título de ese objeto preciado. Eran historias, las recuerdo con claridad, enfocadas en personajes mágicos y extraños, bendecidos con la buena fortuna. Ninguno de esos fascinantes cuentos cumplía con el típico nudo de las tramas convencionales en las que, por lo general, el protagonista se veía en múltiples dificultades antes de conseguir sus anhelados sueños. No. En ese mi libro favorito, los deseos más inverosímiles, se podían cumplir con solo estirar la mano, sin sacrificio alguno. Adoraba ese libro. De pronto, me veía en el fondo del mar junto a Rosa Marina, una compañera de sexto grado de primaria, la más hermosa de todas, flor delicada, mía, solo mía, al alcance de mis ojos pero a miles de kilómetros de mi sórdida timidez. En cambio en mis horas de lectura, ella me cogía de la mano, me decía «llévame contigo para siempre en ese submarino sin rumbo que piloteas». Y acompañado de su presencia, me cubría con la frazada, en pleno calor asfixiante de las soleadas tardes de Tarapoto, e iniciaba ese viaje anhelado, en la plenitud de la oscuridad, a lo más profundo de las aguas marinas. Mi vida de niño-adolescente pendía de esas lecturas, las necesitaba para no sucumbir al sombrío mundo real que me rodeaba, un mundo, por cierto, hostil, tosco, lleno de monstruos de carne y hueso que me querían aplastar a cada minuto. En esa realidad paralela a la de cualquier niño feliz, en la que mi escuálida figura parecía ser el objetivo primordial de las chanzas y golpes de otros niños más fuertes que yo, las lecturas sugeridas por mi tío me resultaban un paliativo necesario para mi dolido ser. Leer me embarcaba en un viaje de escape al universo de la imaginación, o tal vez era una cura de ficción para mis tambaleantes pasos, o mejor aún, en ese trance de despegue hacia el infinito, sentía el viento del espacio exterior, a mil por hora, estrellarse en mi desnutrida cara. Aquella sensación única de libertad, la sentía, por supuesto, gracias a mi adorado tío. Él se complacía en ser un personaje extravagante; era, y sigue siéndolo, un derroche de conocimiento, el mejor tío de todos, lo máximo. Hace poco, en nuestra ruta de Cajamarca a Piura, Julio y yo nos detuvimos en Lambayeque y ahí, en el jirón Pedro Vilchez, lo encontramos enfrascado, por novena vez, en la lectura de una colección de diez volúmenes de quinientas páginas cada uno. Fiel a su estilo, nos escuchó atento, dedicado a darnos la mejor atención posible. En vista de que andábamos en afán de promocionar los libros amazónicos, nos habló de Sangama y de Selva Trágica, dos de las novelas de Arturo D. Hernández. De los libros de otros autores publicados por Trazos, en especial los míos, hizo un recuento magistral. Siempre cauto, habló solo lo necesario. En otros aspectos de la conversación, abordó temas sobre la convivencia, la salud y lo indispensable de mantener el cuerpo en forma. Entre otras coincidencias, con Julio estuvieron de acuerdo en que la ropa interior no era saludable para el bienestar de los testículos. El papel higiénico tampoco merecía halago alguno. Incluso, le sugirió mi amigo, lo ideal sería, valiéndose de una botella o recipiente de huingo, limpiarse el culo con agua de mar. “Es buenísimo, además se siente bien”, Julio se impuso y sí, le creí. Con razón, me dije, siempre anda con su botella de agua a todos lados. Al escucharlos charlar sobre cómo eyacular diez veces seguidas y no hacia el exterior sino en dirección de las entrañas, supe que ya era hora de retirarme a dormir, esos eran temas mayores, propios de pesos pesados en esa materia compleja. Ahí los dejé un rato más. Al día siguiente, dado que un amigo, Nicolás, nos iba a entrevistar en horas de la mañana, salimos apresurados. No hubo tiempo para más. Si hago memoria, en mi mente tengo la nítida presencia de mi tío parado en la puerta. Lo veo con su excesiva barba oscura en todo el esplendor de su rostro, fuerte, esbelto, demasiado atento a lo que pudiera suceder, como si guardara una agilidad desbordante. Seguro lo volveré a ver pronto, pienso ahora, mientras haya vida hay esperanza. Aquella vez, en tanto, la figura de mi tío se hizo un punto en la distancia. Y he ahí lo referente a mi tío que solía regalarme libros cuando yo era un niño. Otros tíos, en la actualidad, también son lo máximo. Estos son, a diferencia del anterior, primos hermanos de mi madre. No es que sobresalga cierta consideración con algunos y menosprecio con otros; al contrario, a los muchos o pocos familiares que tengo a bien conocer, los aprecio desde el fondo de mi corazón, por igual. Pero en este caso, en el trasfondo de las diversas ferias de libros del Perú, encajan dos de ellos. Uno, un tío a quien conocí hace años. Combativo, vehemente soñador, entregado al ideal de forjar un país más justo, lo vi regresar desde el precipicio con los ojos extraviados en un horizonte perdido. Llegó un día cualquiera, bañado en una barba copiosa, en busca de sus pasos dejados de andar. Por entonces yo era un adolescente inquieto que de a pocos, me fui enterado de su historia. Con el paso del tiempo, me contacté con él en varias de mis visitas a la ciudad capital. Al segundo tío, lo conocí en la FIL Lima. Hermano del anterior, recio, colorado, de tenue acento cajamarquino, me invitó a ir, con prontitud, a su acogedora casa. No lo pensé dos veces. Fui, en el acto. En medio de un café humeante, chicharrón y la calidez humana del caso, los paisajes de antaño de mis ancestros cobraron vida. Fue un emotivo encuentro. Guardaré en mi cerebro, aún más en mi corazón, esas imágenes inolvidables que hasta hoy inflan mi pecho de alegría. Y en esas circunstancias y escenarios, fue como di con mis dos tíos. Durante el desarrollo de la FIL, después de reunirme en más de una ocasión con cada uno de ellos, por separado, una tarde no solo me visitaron los dos juntos, también apareció un primo mío. La sugerencia fue ir por un café. De inmediato, ataviado por mi excéntrico saco rojo y floreado, encargué la chingana a Julio y los acompañé al patio de comidas. Lo que sucedió en adelante, fue mágico. Desde variedades de café, sabores, aromas, hasta detalles de los clásicos más rebuscados, en un mar de conocimiento sin precedentes, mis tíos y mi primo se lucieron en una amena charla que hubiera preferido no cortar nunca. No fue la usual conversación con mis colegas ingenieros acerca de las cervezas ingeridas en la semana, ni tampoco el discurso de siempre de mis amigos poetas y escritores con “Vallejos” y “Heraud” a la orden del día. Fue, en resumidas cuentas, un deleite enriquecedor de nueva literatura. Obviamente, por sobradas razones, mis visitas se adaptaron a mí. Sospecho que, de haber sido cualquier otro el tema tratado, igual hubieran estado a la altura. En varias ocasiones no supe ni qué decir, me sentí un total ignorante. De pronto, acordándome de mi amigo Gavino y de su colección más preciada de cuatro volúmenes de “El don apacible”, me referí al autor para tener algo que decir. Las respuestas, tan naturales, acerca de la importancia de aquel monumental clásico de la literatura universal, se abrieron en un abanico de interpretaciones. Mi tío, el primero, el de la mirada perdida de antaño, se ufanó de tener, bien conservados, en el mejor lugar de su biblioteca, esa y otras “joyas literarias”. Genios. Antes de despedirnos, mi otro tío, el colorado, me habló con mucho sentimiento. Sus palabras me dejaron conmovido. Me dijo: “sobrino, cuando estés en Lima, ven a mi casa, mi casa es tu casa, tú eres como un hijo para mí, no lo olvides nunca”. Discretamente, abrí y cerré mis ojos, varias veces, para que no se notaran mis lágrimas.        

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