En este año, crucial y novedoso, me han ocurrido varias anécdotas (Parte 6). He aquí, queridos amigos, nuevas vivencias genuinas de lo que acontece en las ferias u otros lugares de mi querido Perú.
Uno. En el panorama de hoy, con el rumor de una disolución del congreso en marcha, las calles de Tarapoto se llenaron de polvo. Parecía profético ese viento atronador, heraldo de una lluvia que nunca se hizo realidad. Y sí, fue el preludio de un acontecimiento del que todos hablan ahora; pero ese es un tema escabroso que prefiero omitir. Aquel viento, no obstante, me transportó a finales del año 2018. Estábamos en la plaza de armas de Tarapoto, comprometidos con una edición más de la Feria del Libro y Expresiones Culturales de la Amazonía. Era un año en el que se pretendía realizar una gran feria; de ese detalle daba cuenta los más de 50 stands ubicados en los alrededores de la plaza, un enorme auditorio sostenido con fierro y lona maciza y dos escenarios para eventos musicales y/o artísticos. Mendrock, mi socio de aquel entonces, se preparaba para entrar en acción con la venta de los libros amazónicos. El primer día, en la apertura, no sólo se podía notar la diversidad de librerías y editoriales, también, en el corazón de la plaza, refulgía imponente y colorida, una asombrosa exposición colectiva de arte, convocada dicho sea de paso, por el insigne artista plástico Watsildi López. Fue un día genial, acorde a lo esperado. En la noche, al término de la jornada, sin exagerar, se escuchaba el repiqueteo de los billetes al ser contados, lo mismo el tintinear de las monedas hacían un escándalo de campana. Los expositores yacían plácidos de felicidad, con grandes planes de viajes, inversiones en bienes raíces o en placeres carnales si se trataba de los más jóvenes. ¡La plaza parecía un punto de confluencia de grandes financistas! Mendrock, aquella noche, mientras se comía medio pollo a la brasa con un litro y medio de Coca Cola, se hizo la pregunta de rigor en estos casos: ¿Qué diablos iba a hacer con tanto dinero? En suma, la algarabía era colectiva. Al segundo día, en cambio, ocurrió una desgracia de dimensiones épicas: la feria se hizo polvo, o más bien agua. Sí, llovió. No fue una lluvia convencional; a mi sentir, el cielo mojado, arrastrado por vientos huracanados, se cayó sobre Tarapoto durante media hora, o menos. La destrucción de la feria fue inmediata. También varios sectores de la ciudad quedaron en ruinas. Al respecto, los medios aseguraron que un desastre de tales dimensiones no se había dado desde hacía más de cincuenta años. En fin. Yo me encontraba en un sueño profundo. Sería a eso de las diez de la mañana que, tras llamarme más de una vez, Mendrock logró despertarme. Entre lágrimas, palabras entrecortadas y frío (lo sentí temblar), me contó los detalles de la tragedia. «Hermano, nos fuimos a la misma mierda», fue lo primero que me dijo. Y le dí la razón, diez minutos después, al ver ese portento de caos y destrucción. A mi amigo Mendrock lo encontré con la ropa mojada, encogido de hombros y con una ruma de libros al lado. Parecía, ni más ni menos, un sobreviviente en una ciudad destruida e infestada de zombis. Peor suerte se llevaron otros expositores. Recuerdo a muchos de ellos ahora, pero no viene al caso mencionarlos. Tras los remates de libros mojados, restauración de las obras de arte, reuniones con la municipalidad y traslado a un conocido club para la continuación de la feria, el desenlace de esta importante actividad, naturalmente, no fue el esperado. De haber estado prevenidos, atentos al empozamiento de las lonas, en especial de las que se llenaron de agua como globos, aquel siniestro se hubiera evitado. El viento no se llevó nada porque los stands habían sido asegurados entre sí con alambre de amarre. Fue, más bien, el peso del agua lo que hizo ceder a los fierros. Enseguida todo se cayó, incluído el auditorio. Ese fue el análisis que hicimos. Aún con esos imprevistos inevitables de la naturaleza, ese año tuve la grata dicha de estrechar la mano de los escritores Edgar Norabuena, Rixer Grández, Fortunato Meza (también artista plástico), entre otros. Y ahí debió acabar este recuento de sucesos peculiares acaecidos en ferias, solo que, lo más trascendental de ese fin de año ocurrió poco tiempo después. Como muchos expositores lo perdieron literalmente todo, algunos de ellos me encargaron varias cajas con libros mojados. Devolví algunas en el transcurso de los meses, salvó las de algunos expositores que me autorizaron quedarme con ellas. Con tanto libro en mi almacén, rescatados en noventa sesiones de secamiento a pleno sol, se me ocurrió donarlos al penal de Tarapoto (de esto hay un registro fílmico realizado por amigo Guti). Bajo las medidas más extremas de revisión, entré al establecimiento con un sinnúmero de cajas de libros rescatados. Jamás me imaginé estar en un lugar así, menos que iba a dirigirles una charla de lo bueno que les iba a resultar sus futuras lecturas. Recuerdo que uno de los cautivos, alto, robusto, con tatuajes mal hechos, me hizo un par de preguntas. Después me enteré que había cometido varios crímenes y que esperaba una sentencia perpetua. Precisamente a este fue a quien ví, en primer plano, en el reportaje realizado por mi amigo esa misma noche en las noticias del 7. En la toma televisiva, campante, apareció el reo en mención con un volumen de las obras completas de Allan Poe. Conocedor de los detalles de su encierro, se me estremeció el cuerpo al imaginar lo que leería en aquél libro.
Dos. Viajé a la Ciudad Blanca, Arequipa, a un encuentro de promotores culturales. Creí que me encontraría cara a cara con el imponente Misti, pero ni bien atravesé la puerta de salida del aeropuerto, lo primero que ví fue la cara de mi amigo Rocko. Fue una inusual sorpresa. Hablamos, como era de esperarse, de conciertos y bandas de rock. A los pocos minutos, el tarapotino Marco Morales, la razón de la presencia de Rocko en aquel lugar, llegó acompañado de dos de sus hijas. Arribaban para ir a un concierto de un cantante que a la fecha suena y truena con un hit alusivo a los ojos morenos, o marrones, o algo así. A mi regreso, días después, en la sala de embarque, también me encontraría con un amigo de Moyobamba que había ido, precisamente, a dar con ese popular concierto. De este me ocuparé más adelante. Sigamos con mi llegada a esta impresionante ciudad. Admiro a las personas seguras de sí mismas y dispuestas a llegar al fin del mundo para sentirse plenas, es mi sentir aunque me quede en silencio o me muestre poco impresionado por tan grandes hazañas. Iba a decir «qué envidia» o algo parecido, pero temí ser tomado a mal por lo inexpresivo que suele ser mi rostro en estos casos, así que mejor no dije nada. Al cabo de unos segundos, tras una efusiva despedida, tomé un taxi por mi cuenta y partí de inmediato. En el camino tuve una escueta conversación con el taxista. En un punto de la conversación, este me habló del poco frío de las noches arequipeñas y del innecesario abrigo requerido. «Nica», me dije. Lo mismo me habían dicho en Cajamarca y el frío de la noche fue estremecedor. En Chachapoyas igual, «poquito», me aseguraron, e intenté no sentir frío y por poco me congelo. Así que, esa información «falsa» no la tomé en cuenta. Cuatro horas más tarde, provisto de una casaca de doble espesor, empecé a sudar a chorros. Sí hacía calor, el sol quemaba con intensidad. No fue sino hasta la noche, que recién sentí el soplo de una brisa fresca. En gran parte tenía razón el taxista, pensé, acordándome de él. Arequipa es un lugar hermoso, me encanta. No ví a mis amigos editores que radican ahí, a pesar de haberles pasado la voz, pero estoy seguro de que nos vamos a encontrar el 2023 en el FESTILEC AREQUIPA que organizaremos de la mano con ALEERGRARTE y con la Red de Escritores de Arequipa. Será una bonita experiencia, llena de aprendizaje y de literatura. En verdad espero volver pronto. Haber presentado mis libros en el Festival del Libro de Arequipa y en la Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa; haber sido entrevistado en la Alianza Francesa; haber participado en más de un conversatorio con niños y adolescentes, y otra cosas más, me obliga a expresar mi más profundo agradecimiento a quienes hicieron posible mi reconfortante estadía en la Ciudad Blanca. Millones de gracias. Llevaré abrigo igual la próxima vez que vaya, porque la calidez que siento en mi corazón no me protegerá del frío del ambiente. Y con estas ocurrencias, llegó el día de mi retorno. Como ya dije, en la sala de embarque, me abordó un amigo de Moyobamba. Con grácil saludo, efusivo en darme la mano, me puso al tanto de los pormenores de su estadía en Arequipa. Pensé: «Si ha venido a un concierto solo, el cantante debe ser bueno, seguro es alguien muy talentoso». Se habían acabado las entradas en Lima, me especificó. No hablamos más porque ya era hora de abordar. A las dos horas transcurridas, nos volvimos a encontrar, o mejor dicho bajamos del avión casi tomados de la mano. «Vamos pronto en un auto», me apresuró, tras contratar un vehículo. Le seguí. En el camino al fin me contó su tragedia: su relación de tres años acababa de irse a la mierda. Aquel viaje a ese dichoso concierto, en realidad, había sido idea de su novia, la misma que había dejado atrás en el avión. Todo resultó bonito hasta que pisaron suelo arequipeño. Ni bien llegaron, contó mi amigo, la flaca se abrió camino sola, con la excusa de reunirse con unas amigas. «Así no es pe», decía de vez en vez, lamentándose entre lágrimas de tan terrible situación. Al concierto, como era de esperarse, cada quien se fue por su lado. «Quiero chupar, causa, me siento triste», me conminó. En ese momento, el chófer, atento a la conversación, sugirió un lugar idóneo, cerca de la Vía de Evitamiento, por la universidad. «¡Ay cholo!, te comprendo porque también me acabo de separar, es duele durísimo hermano, yo lo sé, vamos pues por unita, yo te invito». E intercambiaron detalles en impresiones no solo de sus mujeres sino de las mujeres en general. Después los ví llorar como magdalenas, abrazados en la desgracia. Es increíble cómo coincidieron en el lugar menos impensado por un tema afín. No, no fue un desenlace feliz. Lo bueno fue que se dirigieron luego a un prostíbulo a ahogar sus penas, bien dicen que un clavo saca otro clavo. Eso de «bueno» lo digo porque contrataron un motocarro para irse. Eso está bien, el que toma no debe manejar. Lo demás no puedo juzgar si fue bueno o malo. Hoy por hoy, mi amigo está bien, lo he llamado hace poco.
Tres. Tito Mendrock es mi «pata» desde hace muchos años. Es fuerte, ancho e inteligente, de mente abierta y cuerpo sano. No es un personaje de ficción, es real; aunque cumple con las características propias de un verdadero superhéroe, por eso yo lo llamo «El increíble Mendrock». Gratos recuerdos tengo con él. A los veinte, salíamos a caminar sin rumbo, solo por el placer de conversar y a ver si en el camino surgía un gran proyecto que nos cambiase la vida. Éramos dos locos de remate. Jamás olvidaré que una noche oscura fuimos al cementerio a escuchar heavy metal. Pese a no reconocerlo, nos cagábamos de miedo. Recuerdo su osadía en otra oportunidad, en una huelga indefinida de agricultores, al exponer sus ideas en voz alta. Con el riesgo de ser linchado, le quitó el megáfono al dirigente principal e hizo una exposición magistral del porqué el socialismo era un fraude. Los manifestantes, que habían bloqueado el pase de vehículos y peatones en exigencia de mejoras en la agricultura, tras un debate alturado (mi amigo les instó a debatir con ideas, sin violencia, e increíblemente se formó un círculo humano para tal propósito), al echar por los suelos con suma facilidad los bien fundados argumentos de al menos diez dirigentes altamente capacitados en leyes benefactoras del pueblo y en técnicas de presión al estado, no tuvieron más opción que dejarnos pasar. «Sé como mierda, soy lo máximo», me dijo enseguida, aún con la adrenalina a flote. Era verdad. Un «liberal clásico» como él no debía de estar desinformado, el conocimiento era poder, la mente humana no tenía límites para desarrollarse, sí, sí, le escuchaba sin chistar, convencido de estar al lado de un genio. En otra ocasión nos fuimos a la cascada Toroyacu. Salimos a las cuatro de la mañana, sin ninguna provisión, e iniciamos una caminata que duraría más de quince horas seguidas. Fue brutal. Terminamos afiebrados y hambrientos, con los músculos adoloridos. Mendrock, como era «El increíble Mendrock», a los pocos días me invitó a otra excursión. Ni cojudo, no acepté. En la casa de mi madre, aprovechando su ausencia, una tarde de las muchas en las que nos reuníamos para gestar grandes proyectos, acompañamos a las ideas con varias botellas de 7 raíces, una bebida exquisita de 40 grados de alcohol. Terminamos tirados en el suelo, rodeados de vómito e inconscientes. Y he ahí mi amigo Tito Mendrock, cómplice de aventuras y sueños. Con él, años más tarde, el año 2018, emprendimos vuelo con rumbo a una feria de libro en Moquegua. Llegamos de noche. Una comitiva de recepción, numerosa, provista de carteles y pancartas, con bombos y platillos, nos dio una cálida bienvenida. Nos emocionamos, solo que toda esa gente esperaba a otra persona. No, a nosotros nadie nos esperó. Es más, estuvimos caminando como huevones, con equipaje en mano, en búsqueda de un hospedaje que se ajustara a nuestros bolsillos, por lo menos una hora. Gajes del oficio. Al día siguiente, se dió inicio la tan anunciada feria. Como no fue en la plaza sino en un parque desolado, la afluencia de público estuvo pa’ llorar. ¡No vendimos un solo libro! Creo que ni las librerías vendieron ese día. Fue en Moquegua, a propósito, que conocí al popular Santiago Caliza y al extrovertido Elvis Rivera. Ese día, no comimos. En la noche, en memoria de los viejos tiempos, Mendrock y yo hicimos un plan maestro. Decidimos que, en la mañana, haríamos visitas a cuanta institución educativa encontráramos en nuestro camino. El plan fue puesto en marcha con premura. Mendrock, sagaz en abordar a los directores con un discurso oportuno para la ocasión, se lució en cada entrevista. Si era un colegio religioso, antes hacía búsquedas en Google para informarse sobre la biografía del santo que daba nombre a la institución, de ese modo, con alguna frase emblemática, dato histórico o detalle relevante del santo investigado, las puertas se abrían de par en par. No recuerdo una negativa. De pronto nos vimos frente a miles de estudiantes, reunidos adrede en formación, prestos a escucharnos. Al segundo día, Mendrock me sugirió comprar un disfraz de puma, pero solo encontramos uno de lobo. Qué diablos. Con este valor agregado, en un despliegue magistral de talento y performance, mi amigo se transformó en un consumado cuentacuentos. El “yanapuma”, el popular puma negro, se encarnó en un misterioso lobo blanco. El protagonista: un talentoso contador de historias que jamás en su vida se había desempeñado en esos menesteres. Los resultados no se hicieron esperar. Vendimos. En los días siguientes, la población estudiantil de Moquegua hizo cola para comprar los libros de Trazos. Tan rotundo fue el éxito, que se agotaron todos los títulos. Incluso, a posteriori, tuve que enviar ingentes cantidades para cubrir la demanda de algunos colegios que tomaron a bien leer la producción literaria amazónica. En este punto, debo agradecer a la profesora Katherine Maldonado y a otros maestros que se sumaron a esta inusitada acogida. Recuerdo esos días de gloria y en mi mente se agolpan las imágenes de Mendrock, “El incríeble Mendrock”, parado ante un grupo de estudiantes con un libro en la mano y con ese cojudo disfraz de lobo, en plena acción de contar, cual maestro especializado de las artes escénicas, una buena historia amazónica. La feria fue un éxito rotundo únicamente para nosotros. Una vez concluida, partimos con dirección a Arequipa, lugar de donde nos embarcamos en un avión con destino a Tarapoto.
Cuatro. En las ferias que organizamos, sin lugar a dudas el trabajo más pesado está en el montaje y desmontaje de los toldos. Nos cuesta chorros de sudor y cansancio, porque no disponemos de un personal a disposición, se entiende por temas monetarios. En este trajín de vicisitudes al paso, nos convertimos en estibadores, electricistas y cuantas ocupaciones más surjan en el camino de acuerdo a las necesidades requeridas. Por supuesto, también hacemos de publicistas, vendedores, presentadores, conferencistas, talleristas y más, nos adaptamos a lo que sea necesario. En Bellavista, la primera vez que fuimos con la Feria del Libro Amazónico, la feria más importante de la Amazonía, Mendrock se quedó sin palabras al ver cómo, con escaso conocimiento, fui capaz de hacer una instalación eléctrica sin ayuda de nadie. «Hermano, por primera vez desde que te conozco, has hecho algo que me impresiona. Franco, yo pensé que solo sabías hacer cosas intrascendentes, cómo escribir cuentos, por ejemplo». Lo miré fastidiado. Para mí, hasta ahora, escribir naderías es altamente trascendente. Vivo de eso, o al menos lo intento. «Yo hago grandes cosas, proyectos de gran envergadura, soy un genio, hermano, pero nadie valora lo que hago. En todo caso, mi único talento es seducir mujeres hermosas. Bueno, no es gran cosa. Si se trata de ser objetivos, me ocurre lo mismo que a ti, solo que en perspectivas opuestas», trató de justificarse. No le entendí ni jota. De no ser porque nos urgía cargar cajas, mesas y mostradores, le habría preguntado qué carajos me había querido decir. Aún tengo esa duda. En resumen, hacemos de todo. A veces, incluso, los invitados o visitas meten la mano. En una ocasión, hace poco, en Chachapoyas, me encontraba de espaldas cuando alguien me tocó el hombro. «Cuánto cuesta ese libro», escuché una voz un tanto conocida. «¿Cuál?», respondí instintivamente, sin levantar la mirada. Se trataba de Luis Alberto Vázquez, el Director de Cultura de San Martín. Su presencia, coincidente con el cese de una minúscula lluvia que los lugareños llaman «chiripa», me obligó a solicitar su ayuda para doblar unos plásticos. Qué chucha. Bajar al llano unos minutos le hace bien a cualquiera. En Lima, en la alameda Chabuca Granda, de igual forma, una amiga con un alto cargo en el gobierno regional, se vio obligada a bridarme ayuda en el embalaje de unas cajas. Y eso, entre otras cosas, suele ocurrir con frecuencia. Sobre las cajas, a Mendrock, «El increíble Mendrock», le ocurrió algo digno de contar. En realidad, mi amigo me ayudó con las ventas solo por salirse de la rutina, no tanto por necesidad. Quería hacer algo diferente, ese era su principal motor, así que, para él no era un trabajo propiamente lo que hacía. Un día, se le acercó un tipo encorbatado. «Mi estimado Tito, no puedo creer que andes de vendedor de libros. Tanta debe ser la necesidad que te agobia, que has terminado como un vil ambulante callejero», lo abordó, intempestivo. Palabras van, preguntas vienen, y la inoportuna visita, «para ayudar en algo la calamitosa situación de un buen amigo», se fue con algunos libros comprados. Otro día, se acercó de nuevo: «Me sorprendes Tito. Tú, una mente brillante, metido este negocio de perdedores. Me compadezco de ti, espero que alguna vez surjas de esta miseria que ahora empaña tus pasos», y otra vez compró más libros. A la séptima vez, u octava, de acercarse con el mismo discurso, sin obviar el «apoyo» respectivo, el tipo le dijo serio: «Tito, ser vendedor de libros es lo peor que le puede pasar a un ser humano, yo lo sé porque también hice ese trabajo deshonroso. Lo más jodido de todo esto, es tener que cargas las putas cajas». Cumplido su desahogo, se marchó para siempre, hasta hoy. Ni bien se fue, Mendrock me aseguró más seguro que nunca: «Este es el mejor trabajo del mundo».