Este año, crucial y novedoso, me han ocurrido varias anécdotas (Parte 5). He aquí, queridos amigos, nuevas vivencias genuinas de lo que acontece en las ferias u otros lugares de mi querido Perú.
Uno. A mi amigo Estanislao Ramírez, el autor de los volúmenes 1 y 2 de Pura Selva, le llamamos «Satanislao». No es un mote ofensivo para él, o en todo caso, según sus palabras, «le resbala», así nos lo hizo saber en una noche de amena conversación. Lo tuvimos cerca varios días, en la Feria del Libro Amazónico de Chachapoyas, que por cierto, es la feria más importante de la Amazonía. Compartí con él una habitación doble, así que, como era de esperarse, tuvimos tiempo de conocernos un poco más. Me dijo, la primera noche, que dormía tarde y que se levantaba temprano, y en efecto, a las cinco de la mañana de ese primer despertar en su compañía, me invitó a salir a caminar por el mercado, plaza y alrededores, con la firme convicción de que «a quien madruga, el creador le ayuda». Solo le acepté semejante vejamen al buen descanso una sola vez; los demás días, como le corresponde a un humano común y corriente, seguí durmiendo hasta las diez de la mañana. A esa hora, tan pronto me aparecía a la plaza, el gran Satanislao, vestido de camisa tropical, pantalones escotados tipo de los años 70’s, botas de cuero y lentes oscuros, salía a mi encuentro para saludarme con efusividad. «Amigo ¿qué haces con ese lapicero en la mano?», le repetí esta pregunta cada mañana, porque siempre lo encontraba presto a firmar libros. Hábil en sus respuestas, me decía, por ejemplo, «tengo que estar preparado para cualquier eventualidad», o «un gran escritor no puede despegarse de su herramienta de trabajo», o «los libros dedicados valen oro», o «cuando sea más famoso, mis libros serán de colección solo por estar firmados». Tenía toda la razón del mundo. Por supuesto, yo le pedí una dedicatoria especial. Una noche hizo más frío de lo normal. Satanislao, acostumbrado al calor de Tarapoto, no solo empezó a congelarse con el aire helado, también sintió un profundo dolor en la rodilla. Julio, el afamado «abanderado de la cultura», al verlo en ese padecimiento, se acercó con una botella de aguardiente mezclado con cortezas de chuchuhuasha, conseguida de no sé dónde, e intentó aplacar su dolor a golpe de suministrarle pequeñas copas, al ras, de semejante bebida prodigiosa. Al cabo de un rato, ambos en estado etílico, en pleno clímax emocional propio de situaciones equivalentes, en las que suelen verterse frases como «no olvidaré nunca este gran momento», «eres el mejor escritor y estoy orgulloso de ser tu amigo», «eres más que mi hermano», y otras expresiones afines, Satanislao, ansioso de poner de conocimiento que él preparaba el mejor chuchuhuasha del mundo, le hizo saber a su «amigo del alma», que ese «preparado» estaba hasta las huevas. «No tiene ni sabor ni fuerza. No vale. Hubiera traído una botella de la verídica. Esta cojudez es a la vez agua», se quejó, tambaleándose, entre hipos y maldiciones. Esa noche se le pasó el dolor, pero los amigos chachapoyanos y yo tuvimos que hacer esfuerzos denodados para regresarlo al hotel sano y salvo. En otra de las noches, a eso de las 9 y 30, en vista de que la plaza lucía vacía, Satanislao sugirió que nos regresemos pronto. «Tranquilidad Satanislaocito», le habló Julio, «lo que no ocurrió en todo el día, puede ocurrir en diez minutos, ten fé». Una hora después, sin ninguna venta efectuada, Satanislao se dirigió a Julio: «al menos nos hemos visto las caras de fé y esperanza». En los demás días, en cambio, la frase de Julio sí dió en el clavo. Y así transcurrieron los días. El gran Satanislao nos aseguró que no le ofendía ningún seudónimo porque toda su vida estuvo rodeado de ellos. Le decían, entre otros apelativos, «ojos de hualo», en alusión a esas ranas gigantes que se llaman así, «borrachito hippie», por usar pelo largo en su juventud, «Chiruca pequeño» (olvidé preguntar por qué) «Sargento», por haber servido a su patria, «Lucki» por el parecido con el jugador de argentina. También nos habló de su peso, máximo de 50 kilogramos, kilos más, kilos menos. «Podrías haber sido un jinete, una estrella de equitación», esta vez fui yo quien intervino. Intentó responder algo relacionado con el tema, pero Julio, atento a sus palabras, intervino raudo: «Satanislao nunca ha buscado un caballo, sino puras runamulas». Nos reímos de buena gana. Ante la pregunta de Julio, quizás incómoda, del porqué andaba sin familia, nos aseguró que como él había millones. De nuevo el «abanderado de la cultura» metió sable: «Yo sé qué tienes tres amores: María Palma, María Pajares y María Solitaria. Son tus tres Marías». Todos reímos. «Así es, mi querido barboncito», fue la respuesta de Satanislao, enfrascado en una sonrisa sincera. Es increíble, ahora lo pienso, la paciencia que tuvo con nosotros. Ese desborde de humildad, nobleza e inocencia, me ha conmovido. Ahora que escribo estas ocurrencias, siento que es un gran amigo, fácil de querer. También es un gran escritor, sobre todo sincero. Con las letras, eso nos contó, se comprometió recién a los 64 años, a raíz de una enfermedad que por poco lo deja postrado de por vida. Solo estudió hasta segundo grado de primaria, no se avergüenza de eso; «vergonzoso sería delinquir, robar, matar», nos dijo, serio. Además, enfatizó: «las cosas suceden para tener un aprendizaje, me está yendo bien con esto, quiero andar como anduvo el Quijote, no importa si es contra la corriente». Y Julio otra vez, en alusión a su tamaño: «tú eres un gran Quijote, pero en miniatura». Finalmente, fuera de bromas, Satanislao nos dijo que se sentía afortunado de estar vivo. «Tres veces escapé de morir. Uno, cuando me mordió la víbora y por fortuna un brujo me curó a tiempo. Dos, cuando me subí a un tronco de ciruela que ya estaba a medio cortar y este se cayó conmigo encima. Quedé, de no creerlo, justo en el agujero que formó las dos ramas. Y tres, en casa de un sobrino, me salvé de morir carbonizado gracias a una llanta ubicada por suerte detrás de mis espaldas. El tomacorriente estaba sin protección, yo no me di cuenta. Sobreviví, por eso estoy feliz de estar aquí en Chachapoyas, con ustedes, mis grandes amigos». Así fue nuestra convivencia con Stanislao Ramirez Macedo, el popular Satanislao. En el trayecto de retorno, acordamos ir juntos a otras ferias.
Dos. En las ferias a las que vamos, al ver el despliegue de obras de arte que mostramos en las portadas de los libros amazónicos, la gente suele detenerse por lo menos a mirar las hermosas creaciones de los artistas amazónicos. Si preguntan sobre la ayahuasca, chamanes o hechiceros, aprovecho para promocionar a mi gran amigo de viaje, Julio Pareja. Para darle realce e impresionar al público, más o menos mi discurso es el siguiente: «señor, señora, les presento al legendario brujo amazónico más poderoso de los montes vírgenes, directo desde la selva alta del Perú». En esta presentación de lujo, de fondo y a propósito, a volumen moderado, suenan canciones o de los Mirlos o de los Invasores de Progreso. «Es un brujo poderoso, les ruego no acercarse mucho. ¡Cuidado! ¡No le miren a los ojos!», advierto. Julio, en aparente trance, levanta las manos en tono amenazador, cierra los ojos y por lo general dice cualquier palabra extraña, o ruge, o entona un ícaro imperceptible. «El brujo Wilber Winceslao es inmortal. Es capaz de vivir en la tierra como en el agua, y se disemina en el aire como el viento o el humo de sus mapachos de tabaco negro. Tiene 250 años, es poderoso, sabe lo que están pensando ahora mismo. Ustedes, humanos del montón, son lujuriosos, no les gusta trabajar, lo quieren todo fácil, él lo sabe, él les lee la mente». Mis palabras por lo general causan gracia, pero a veces algunas personas me toman en serio. Hubo casos en qué, mujeres y hombres, le pidieron consejos para tal o cuál enfermedad. Alguna mujer despistada le pidió información sobre su marido enamorador y borrachín. Otra le extendió la mano para saber su futuro. Julio, envuelto en collares de huairuros adquiridos del artesano Tangoa y del escritor-bohemio Rixer Grández, en casos así no se demoraba en despachar consejos: «Tu salud estará bien en la medida de que cuides de ella. Evita los desarreglos, hace ejercicio, toma bastante agua», «Su marido es un hombre extraviado porque no conoce las direcciones por donde transita. Para que no se pierda, que use Google maps, querida señora». «Veo en ti un futuro promisorio, pero debes cuidarte del presente y dejar atrás el pasado». Y así por el estilo. En Bellavista, en una edición de la feria más importante de la Amazonía, la FLA, en el 2019, como estábamos a la intemperie, ni más ni menos debajo de unos toldos que se balanceaban motivados por un temerario viento, a Julio se le ocurrió la brillante idea de buscar piedras para colocarlas encima de los plásticos, porque además de aquel aire bribón, una inminente lluvia nos pisaba los talones. Dado a qué nos encontrábamos en la plaza, solo dió con una piedra. «No es una piedra cualquiera; tiene millones de años de antigüedad», le oí decirle a un fornido hombre, más tarde, en la noche, «esta majestuosa reliquia, hermanito, es nuestro amuleto de la suerte. Toca, siente su textura. ¿Quieres atraer al ser amado? ¿Quieres tener éxito en los negocios? Solo debes tocar la piedra, frotarla suavemente e imaginar lo que desees. Tiene un procedimiento, desde luego, pero no hay objeto en el mundo más poderoso que este». El hombre se quedó pensativo. Al principio miró a mi amigo con incredulidad. Creía, no creía. Julio, para convencerlo, siguió: «Te voy a dejar tocarla sin costo. He visto en tu interior y he notado que sufres por un ser amado. Créeme, después de esto, ese amor imposible que anhelas caerá rendido a tus pies». E inmediatamente, el «legendario chamán amazónico» se puso a enumerar las virtudes más insólitas de la piedra, los males curados de miles de personas bajo su efecto vivificador y hasta mencionó la exorbitante suma de dinero que estuvo dispuesto a pagar el expresidente Sánchez Cerro para adquirirla. El oyente no perdía detalle de lo vertido por mi amigo. «Repite, en tu mente, el nombre de la mujer que amas, mantén la respiración, cierra los ojos…», siguió Julio, ya con un hombre totalmente convencido de haber encontrado la gallina de los huevos de oro. «Hermanito, dentro de los anales de mi ADN, en la atmósfera de mis entrañas, el espíritu del dios más poderoso de la abundancia, el temible Serverguer, me ha encomendado la misión de encargarte esta piedra, pero debes prometerme que nunca vas a deshacerte de ella. ¿Juras preservarla a costa de tu propia vida?». Ante la afirmación de James Delano, así se llamaba ese robusto hombre, tras dar las instrucciones finales, Julio puntualizó: «Esta pieza ancestral, artística y poderosa, que cuesta millones de dólares, será tuya. Pero no puedo dártela gratis, porque los hombres que solemos ser de poca fé no valoramos lo que fácil nos llega. Solo quiero que me des tu voluntad, total, 200 solcitos no es nada en comparación con el poder que vas adquirir». Luego de sacar cuatro billetes de 50, James pasó a retirarse. «Recuerda guardar la piedra durante dos semanas para que surta efecto el imán de atracción hacia el ser que amas. Recién después de eso podrás darle otros usos. No lo olvides». Esa noche, lo recuerdo bien, mientras tomábamos unas cervezas con ese dinero bien ganado, Julio me sugirió ir al río al día siguiente, a buscar más «reliquias ancestrales». Nunca fuimos. Tampoco hemos regresado a Bellavista desde entonces.
Tres. A Pucallpa, la tierra colorada, arribamos con mi amigo Mendrock. Con él, ya lo referiré en otra ocasión, anduvimos con los libros amazónicos por Moquegua y Arequipa con un éxito rotundo. Mi amigo tiene mucho talento para cualquier cosa, pero él prefiere hacer consultorías para el estado, de eso vive. En Pucallpa no la pasé bien. Una tarde salí a caminar cerca del río, cerca de un boulevard, sin imaginar que dos personas intentarían quitarme el teléfono. En el forcejeo recibí un golpe en la mandíbula que acabó en una larga sesión de endodoncia. Pero esa misma tarde, con la cara aún adolorida, fui testigo del talento de mi amigo en cuanto a las ventas. «Este libro es lo mejor de lo mejor que hemos publicado, y el autor es precisamente de Pucallpa. Se trata de un poderoso brujo. Mire la cara, mire esos ojos inyectados de sangre. Este brujo se convierte en serpiente o en puma…», en el clímax de su argumento, de pronto se calló en seco. Como solía concentrarse en el libro, por lo general no le veía la cara a las personas que preguntaban. En este caso, le había estado ofreciendo el libro al mismo autor, Welmer Cárdenas. Quienes conocen al escritor sabrán por qué fue un momento incómodo para mi amigo. Algo parecido le ocurrió en Moyobamba. Mendrock ofrecía el libro Selva Trágica, de Arturo D. Hernández. Decía: «Según el crítico más audaz de la Amazonía, Manuel Marticorena, esta es la mejor novela escrita de todos los tiempos», cuando de pronto, la persona a quien le ofrecía con ahínco, empezó a reírse de la nada. Se trataba de un fiscal, hijo del referido crítico.
Cuatro. En Chachapoyas, Julio se encontraba conversando con varias personas sobre las míticas serpientes Yacumama y Sachamama. De repente, un hombre que observaba atento la conversación, intervino sin ser convocado: «¿A ver cuál es la serpiente más venenosa?». Para deshacerse de él, mi amigo lo ignoró. El advenedizo no se dió por vencido. «¿Cuál es pues?», insistió. Una señora del grupo, le aseguró: «la shushupe». Julio, quizás por darle la contra, metió su cuchara: «la más venenosa es la Loro machaco». El debate se armó de la nada. Aquel hombre juraba y rejuraba que, en efecto, la serpiente más letal era la mencionada shushupe. Al final, al no poder quitarle esa idea, Julio, fastidiado, lo mandó a freír monos: «Si tanto crees que es así, anda que te muerdan ambas serpientes y vienes a contarme cuál es la más venenosa». El grupo se dispersó en el acto.