Este año, crucial y novedoso, me han ocurrido varias anécdotas. He aquí, queridos amigos, nuevas vivencias genuinas de lo que acontece en las ferias u otros lugares de mi querido Perú.
Uno. Hace poco, gracias a la deferencia de un amigo que tuvo a bien invitarme, asistí a una feria de libro organizada por una I.E. de un distrito ubicado en una provincia cercana a Tarapoto. Fue una experiencia maravillosa. Julio, yo y otros escritores, departimos con los estudiantes momentos inolvidables. Además, siempre lo digo: estar rodeado de jóvenes, me hace sentir uno de ellos. Todo marchaba de maravilla. El complemento perfecto (no podía ser de otra forma), para darle realce a este importante acontecimiento literario, fue la lluvia. Llovió bastante, durante los dos días de nuestra estancia. El segundo día, no obstante, pareció abrirse el cielo. Igual los estudiantes, docentes y parte de la población, hicieron el esfuerzo de asistir a la clausura. Algo debió decir la directora de la I.E., otro tanto el amigo que me invitó; de hecho, debieron ser palabras de elogio y agradecimiento, lo que se estila en estos casos, solo que el ruido de las gotas de agua a todo dar sobre la calamina del local comunal en el que nos encontrábamos, no nos dejó escuchar bien. Seguía lloviendo. Con todas estas ocurrencias, llegó el momento del retorno. “Julio, debemos irnos”, le increpé a mi eterno compañero de viaje. “No lo creo”, me respondió, “cuando llueve, la carretera se hace resbalosa. Es peligroso viajar así. ¿Te imaginas lo que podría pasar? El carro se puede ir al abismo”. Tenía sentido lo que acababa de decirme. “¿Entonces? ¿Esperamos?”, le pregunté. Con la mirada fija en mí, ansioso de irse a dormir un rato, me dijo con énfasis: “Claro pues amigo. Si nos llegara a pasar algo, Dios no lo quiera, Tarapoto se iría a la mierda sin nosotros”. Enseguida nos fuimos a dormir hasta que pase la lluvia.
Dos. En una feria de Lima, hace un tiempo, en el Parque de la Exposición, coincidimos con el homenaje a un “músico-cantante-compositor-promotor” de la música peruana que actualmente no canta por haber perdido la voz. Todas las tardes, durante una semana entera, la algarabía reinante de los asistentes a tan magno evento, se sentía en los alrededores. No era para menos. Se había hecho una campaña de difusión millonaria y las expectativas de ver un espectáculo de lujo eran altas. En el primer día, lleno total, todo el mundo coreaba las canciones. “Qué paja, alucina que estas versiones suenan mejores que las originales”, me comentó un editor vecino. Le seguí la cuerda. Al quinto día de escuchar lo mismo, ya me sabía las canciones de memoria. Aquellas melodías primorosas, de ensoñación, versionadas por “los mejores artistas del medio”, a mí, en lo particular, me parecían ruidosas y de mal gusto. Esa tarde, a tanto llegó mi fastidio, que no me cuidé en confesarlo a mi amigo de viaje. No sé si fue contagioso mi sentir, o sí mucha gente sentía lo mismo que yo, lo cierto fue que mi amigo, sumamente hostigado con semejante intromisión, efusivo en gran medida en sus expresiones, se explayó con frases llenas de “ajos” y “erdas”. Me sorprendió, dado su apacible carácter. Yo me sentía molesto, tenía mi rostro contraído por la cólera, era cierto; pero él, parecía un búfalo herido a punto de embestir a su agresor. Para remate, un escritor conocido, de Ica, empeoró la situación. Antes de contarles el desenlace, debo aclarar que este amigo no es quien podrían estar pensando; es decir, no era Julio. Se trataba más bien de un artista plástico de Yurimaguas. Entonces, ocurrió que, justo en el momento de mayor ira contenida de mi amigo artista, llegó el iqueño en mención. “Charapa, un favor pe”, me gritó desde diez metros antes de llegar al estand. No dije palabra alguna. Él siguió: “Préstame a tu chacal un rato, quiero ir al baño”, continuó, campante. Mi amigo, lo pude ver y sentir, se hinchó de cólera. De inmediato contrajo los puños, dispuesto a darle una golpiza a ese entrometido que se atrevía a llamarlo de esa manera. Vi que movía los labios, airado, en pleno ejercicio de calmarse usando el viejo truco de pronunciar palabras de alto calibre para no perder la calma. En el desarrollo de este trance, levantó los antebrazos para de una vez propinar el primer golpe… Fue entonces, para el bienestar del iqueño, que intervine a tiempo: “Mi querido poeta, escritor, músico y artista, le ruego que no se exprese de esa manera. Mi amigo que tiene enfrente, por si acaso, no es mi chacal. ¡Es mi socio!”. El recién llegado, felizmente, pidió disculpas. El percance no llegó a mayores. Más tarde, recibí la siguiente confesión: “Le iba a dar su cariño a ese impertinente”. Tras este revuelo, la música de fondo de todos los días ya no nos pareció tan insoportable.
Tres. En Juanjuí, en el año 2021, llegamos con todo el arsenal de libros amazónicos a una edición de la Feria del Libro Amazónico – FLA. A diferencia de este año, que sí nos brindaron las condiciones necesarias para su realización, en aquella oportunidad sentimos rechazo y hostilidad. Pero la feria siguió su curso. Locos de remate, únicamente Julio y yo, arribamos en una camioneta a la plaza de armas. Esa tarde, armamos los toldos nosotros mismos. Eran dos infraestructuras de seis por tres metros y ocupaban la mitad de un lado de la plaza. Por fortuna, las cajas con los libros se encontraban tapadas con plásticos, sobre unos listones de madera; de no haber estado en esas condiciones, la feria nunca habría empezado, porque de pronto, en minutos, el cielo se volvió gris, dando pase a una torrencial lluvia. Se salvaron los libros; pero, mientras caían las enormes gotas de agua que hacían doler el cuerpo debido a la incursión de un ventarrón cómplice, de pronto al darme la vuelta, literalmente, vi a Julio suspendido en el aire. En el afán de salvar al toldo del viento, cogido del fierro-soporte de una esquina, Julio flameaba como una bandera. Con ese pelo y barba húmedos, me lo imaginé como un pirata en altamar, sorteando el apogeo de una tormenta. Otro tanto, desde luego, pasó conmigo. Ese recibimiento hostil de la naturaleza, no obstante, nos sirvió para ser más precavidos. Decididos a sortear cualquier imprevisto o dificultad, atamos las esquinas a los bordes de la plaza con fuertes amarras de alambre. De igual forma, sujetamos los mostradores entre sí y pusimos a buen recaudo, debajo de la mesa, las cajas contenedoras de libros. Todo quedó listo, según nosotros estábamos preparados para cualquier tormenta, así fuera con vientos, rayos y centellas. “Ojalá llueva hoy, para demostrarle a la naturaleza que podemos con ella”, le hice un comentario a Julio, seguro de las precauciones tomadas, al día siguiente. “No llames a la lluvia”, me advirtió mi amigo. Dicho y hecho. A los cinco minutos empezó a llover con más fuerza que la primera vez. Más tarde llegarían noticias de paneles publicitarios caídos, de techos desclavados y de inundaciones de calles. En Tarapoto y Juanjuí esta tormenta causó estragos. En nuestro caso, no previmos que el viento, raudo, potente, veloz, echaría abajo los mostradores de libros. Tampoco pudimos evitar que unas cartillas de cuentos y de textos de aprendizaje para niños, volaran a mil por hora por todos los lugares. De pronto, vimos un mar de agua lleno de embarcaciones (en este caso, libros) colisionadas entre ellas. Otra vez el pirata Julio luchaba para abrirse paso en la tormenta, a nado limpio, empapado de sudor y lágrimas. Los libros se mojaron, perdimos una inversión considerable; pero más tarde, adoloridos por la llegada de un catarro inminente, frente a una infusión cargada de manzanilla, nos reímos de lo acontecido. En el resto de la feria, llovió un par de veces más, empero ya no hubo perjuicios.
Cuatro. Mi amigo Gavino Quide, con quien viajamos por muchos lugares del Perú, tenía una chispa sin igual para hacerse de amigos escritores. Gozaba de un carisma único. Como era de esperarse, cuando se trataba de tomar unos tragos, era el primero en encabezar tal diligencia. Con tragos encima, o hablaba como español, o recitaba uno o varios de sus poemas. Tenía un buen repertorio para cada ocasión. Eso sí, si bien era el primero en encabezar las tertulias, no era el último en retirarse; por el contrario, en el momento menos previsto, desaparecía de la nada. Una noche, en Lamas, al no saber de él, lo buscamos durante toda la madrugada. Como lo vimos ebrio, al punto de no poder moverse con normalidad, creímos que le había pasado algo. Nuestra percepción fue falsa. El poeta, lo supimos horas más tarde, dormía plácidamente en la comodidad de su hogar. En otra oportunidad, le advertimos que, si quería irse, debía avisarnos. A medianoche Gavino cabeceaba de cansancio y de ebriedad, solo que, avergonzado de admitir que quería irse, decidió aguantar la borrachera. A los pocos minutos, se quedó dormido en media calle. Esa madrugada lo llevamos en brazos a su casa. Y así, por el estilo, Gavino daba de qué hablar. Muchas aventuras pasamos juntos en nuestros viajes, pero hoy, voy a contar una que nos ocurrió en el sur. Nos encontrábamos en una feria de libro, naturalmente. Hacía un frío insoportable, llovía granizo de vez en vez y el sol nunca salía a plenitud. Una noche, víspera de la clausura, hubo un concierto en la plaza con un artista reconocido. La feria se venía realizando en el marco del aniversario de la ciudad, de ahí el arribo de ese y otros artistas. Ya que era gratis, fuimos a ver el espectáculo. La emoción de Gavino de ver entonar a dos guitarras andinas en una fusión extraordinaria de ritmos y melodías, fue indescriptible. Creo, casi estoy seguro, haberlo visto derramar lágrimas de alegría. Recordar esos momentos me llena de congoja, por ser aquella la última vez que viajamos juntos. Disfrutamos del concierto, regresamos al hotel, nos acomodamos para dormir; pero Gavino, alentado por nuevas amistades que acababa de conocer, decidió salir a tomarse unos tragos. Ahí debió acabar la historia, él con su salida, yo con mi sueño placentero. Mas no. A las dos de la mañana, mi celular empezó a sonar con insistencia. Tras despertarme de manera intempestiva, vi el nombre de mi amigo en la pantalla. “Gran jefe, deja esa rutina de dormir todos los días”, fue lo primero que me dijo. Ese “gran jefe” era una frase propia de él, toda la vida la usaba para referirse a mí o a cualquier amigo. Algo debí responderle, no recuerdo. Enseguida, me dio las coordenadas de dónde se encontraba. Nada más y nada menos, estaba en la terraza del hotel, con nuevos amigos, según él, artistas consagrados. Y así fue, en efecto. No sé cómo demonios Gavino se había contactado con el artista que vimos esa noche en la plaza. Es más, cuando me aparecí, Gavino le estaba recitando un poema a una de las bailarinas. Fue una gran velada. Gavino, querido amigo, te llevaré por siempre en la parte más visible de mi corazón.
Gavino siempre estará en el recuerdo de los que aprendimos a quererlo.