Recuento de anécdotas

En este año en curso, crucial y novedoso, me han ocurrido varias anécdotas. 

Uno. En Iquitos, alguien (según me contó un amigo), cada vez que me veía pasar, ardía en cólera con mi sola presencia. Desconozco cuál era el motivo de semejante animadversión, tampoco pregunté al respecto; pero supongo que no irradio confianza en algunas personas, o tal vez algo debí haber hecho mal en contra de quien quiera que fuese ese afortunado ser. No lo sé realmente, aunque sospecho que soy el culpable, me miro en el espejo y sí, parezco culpable, mi rostro me delata. Dónde carajos estará ahora ese personaje del que me ocupo en este párrafo, quisiera extenderle mis mejillas para que haga la voluntad que le plazca.

Dos. En Chachapoyas, alguien me dijo que estaba boicoteando a la Expoamazónica. Según esta persona, dije muchas cosas desatinadas que, como reguero de pólvora, se habían diseminado en los oídos de todo el mundo. La verdad es que no dije nada, en absoluto, porque para ser sinceros, la feria estaba bien organizada y, además, cuando tengo que decir algo, lo digo de frente a quien corresponda. Fue una tarde desagradable, no tanto por haber perdido los papeles unos segundos, sino debido a que, justo a los pocos minutos, se acercó una señora a preguntarnos si los libros que ofertábamos se imprimían con ayuda del estado o de alguna ONG. “Esta producción intelectual es increíble, ¿el gobierno de San Martín los apoya?”, “¿reciben fondos de la cooperación?”, fueron algunas preguntas que surgieron, segura de estar frente a dos personas incapaces de hacer por sí mismas lo que veía enfrente. Me imagino que pensó lo peor de mi amigo, por eso no dudó en preguntarle si era del FREPAP. En sus pensamientos, debió suponer: “este tipo debe ser un remendador de plásticos”, lo ví en sus ojos. Y de mi, al ver mis sandalias y mi cara sin afeitar, seguro creyó que era el que cargaba las cajas. “Señora querida”, al fin intervino mi amigo Julio, tan fastidiado como yo por los actuales acontecimientos, “nadie nos financia ni un sol, todo sale de nuestros bolsillos, nosotros no somos progres; y si no va a comprar nada, le ruego se vaya lo más pronto posible”. Yo me quedé sorprendido. “Vieja de mierda”, me dijo, en cuanto se fue. 

Tres. En una reunión laboral, la administradora nos indicó a todos que debíamos emitir facturas y guías de remisión particulares, triplicadas. Me puse a pensar: si ahora se hacen estos documentos de forma virtual, ¿realmente hay la necesidad de usar tantos papeles. Saqué cálculos: diez por dos por tres, sesenta, debía hacer sesenta impresiones. De inmediato, un tanto ofuscado, escribí al chat del Zoom: “¿Qué harán con tanto papel?”. Nadie me prestó atención. La reunión siguió dándose con normalidad, con más de sesenta participantes, cada cual preocupado en sus propias necesidades. Lo justo. Como nadie me hizo caso, volví a escribir: “Está bien, me encanta enviar papeles impresos”. 

Cuatro. En Cajamarca, una mañana mi amigo y yo decidimos tomar un batido de fresa con leche. La señorita del establecimiento no nos especificó que era leche fresca de vaca. Ese detalle, hizo que mi fiel y leal compañero de viaje, fuera varias veces al baño. En una de esas idas, rojo de cólera por no poder restablecerse pese a las coca-colas ingeridas a sugerencia de un buen amigo, decidió vengarse de los causantes de tan inusitada desgracia. Basado en sus referencias, la taza del excretario se llenó al límite. No es que quiera ser enfático, pero esos restos excrementicios no eran normales. Aquellas heces tenían mucho parecido al chocolate cajamarquino, salvo por la efervescencia quizás proveniente del litro y medio de gaseosa que mi amigo tuvo a bien (o mal) beberse. Y entonces, asqueado de esa repugnancia, no pudo reprimir el repentino vómito del que fue preso. Lo ensució todo. Ya que no pudo remediarlo, se preocupó en bañar con decenas de arcadas, los rincones más recónditos de ese habitáculo impecable, porque eso sí, el lugar era acogedor y limpio. Al término de esa liberación sanadora, finalmente, recuperado como por arte de magia, salió raudo sin preocuparse de limpiar. Tal cual su intención inicial, dejó el inodoro sucio, se lo merecían, me comentó luego. Lo que no previó, fue el retorno de aquel incómodo malestar en los próximos minutos.

Cinco. En la feria de Piura, realizada en la plaza de armas, sucedieron varios sucesos inusuales. Al menos hubo tres protestas, una exigiendo la reapertura del teatro municipal, otra en pro del cumplimiento de promesas electorales y la tercera, la más multitudinaria, con la presencia del obispo incluida, realizada con el firme propósito de exigir al estado el cumplimiento de una “deuda social” o, más claro, la construcción de un hospital de varios miles de millones de soles. El alcalde, a quien vimos bien elegante el día de la inauguración, me imagino, más preocupado en cuadrar sus cuentas de fin de gobierno que aparecerse a responder los reclamos suscitados, debió de haber encargado a sus fiscalizadores la misión de mantener el orden en los espacios públicos, por eso vimos a un considerable grupo, aparecido de no sé dónde, peinar la plaza de palmo a palmo. No pudieron hacer nada contra los vítores de “fujimorista corrupto”, “inepto”, “ignorante” y otros apelativos más de los manifestantes que llovieron a raudales desde un parlante portatil, pero sí se atrevieron, una vez dispersada la turba, en nombre del buen gusto y de mantener el ornato de la ciudad, en desalojar a los vendedores de agua y golosinas que suelen pulular los alrededores de la plaza. Luego de la última protesta, tras haber expulsado a un vendedor de lentes, a una mazamorrera y a una vendedora de agua, procedieron a pedirle a un cantante callejero, un joven alto, de ropas raídas y de pelo largo, a que se largara a otro lado. La plaza, le explicaron, con señas, no era lugar para ambulantes. Fue en ese momento, que mi amigo, como un profeta, o un conocedor de todas las artes, a quien llamaremos “el abanderado de la cultura”, se abrió pasó hacia el artista y le dijo, a toda voz: “ven aquí, a mi estand (se refería a estand de Trazos, ubicado en una esquina, frente al banco que fuera la casa de López Albujar), de aquí nadie te va a sacar”. El abanderado de la cultura salvó al joven artista de un desalojo bochornoso. Nadie imaginó, o al menos Julio y yo no, que aquel personaje era famoso, ganador de una edición (2019) de un programa de canto emitido por un conocido canal nacional. Lo supimos cuando la gente que pasaba detuvo su paso al reconocerlo. Para entonces, Julio ya se había lanzado con varios carajos y mierdas. Lo que más recuerdo es su indignación respecto a unos religiosos protestantes, que a diestra y siniestra, sin en el menor respeto por las creencias del resto, iban los sábados y domingos a joder la paciencia de la gente. “¿Por qué no vienen por ellos? ¡Debe ser porque ustedes no trabajan los fines de semana!”, les gritó, sumamente airado. Tuve que detenerlo. Estoy seguro que si no lo hacía, le iba a dar un lapo a un fiscalizador.

Continuará…

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