Fabián, el niño más poderoso que conozco, me aseguró hasta el cansancio que él, solito, es capaz de resolver sus propios problemas. Me dijo: “yo puedo hacer todo, soy el mejor y tengo superpoderes”. Lo miré incrédulo. “¿Puedes volar?”, le pregunté. “Claro”, me respondió, deteniéndose en la a, con énfasis. “¿Haces magia?”, volví a la carga. “Por supuesto, yo soy un gran mago”, me habló, con una seguridad absoluta. Enseguida, al pedirle una demostración de sus dotes sobrenaturales, me miró extrañado, como diciéndome “¿qué pasa?, ¿por qué las dudas?”. Y para reafirmar su poderío, enfatizó: “lo haré cuando yo quiera, en otro momento”. No le dije nada más. Seguimos nuestro camino. Al cabo de dos cuadras, con la noche encima, la puerta de ingreso a casa se impuso ante nosotros como un muro infranqueable. Me pareció una puerta terrorífica, así se lo hice saber a Fabián. “Es solo una puerta, no hay nada de qué temer”, me tranquilizó. “Solo hay que tener cuidado al cruzar la huerta, no vaya a ser que haya serpientes”, le previne. “Yo no tengo miedo a nada, no me importa si hay serpientes o monstruos”, se apresuró a responderme. “Creo que vi algo debajo del camión, seguro debe ser un animal peludo que nos acecha con ansias de devorarnos”, le hablé, con una voz preocupada. “No creo, no hay nada”, me respondió en tono tembloroso, esforzándose en mostrarse valiente. En el tramo restante para dar con la puerta de la casa, me agarró fuerte de la mano. Unos minutos después, al pedirle que se quite la ropa para darse un refrescante baño, le advertí que tuviera cuidado con las arañas. “En el cesto de ropa sucia hay muchas, les gusta estar ahí. En la mañana vi una grande, del tamaño de tu plato de sopa”. Abrí mis manos para enfatizar el tamaño. “No es verdad, no creo que sean tan grandes”, me respondió, detenido en una creciente duda. Lo vi sin ánimos de moverse, con esa prominente barriga desnuda propia de los niños de cinco años que comen todo el santo día. “Tú no tienes miedo, tranquilo”, le di ánimos. “Es verdad”, me respondió, timorato. Enseguida, al momento de entrar a la ducha, lo detuve un momento. “Por favor, mira bien en las paredes, porque a veces hay lagartijas despistadas que les gusta mojarse. En la mañana cayó una en mi cabeza. Fue gracioso: era muy resbalosa”. Lo vi ponerse pálido. “Mejor ya no quiero bañarme, me da frío, papá, de verdad. Pero no tengo miedo”. Lo miré preocupado. “Cómo vas a tener frío si hace un calor insoportable. ¿O estás enfermo?”. “Sí, sí, tengo fiebre, y tos”. Y empezó a toser y a tocarse la barriga y a quejarse de un dolor insoportable. “No tienes fiebre. Más bien estás frío y sudoroso. ¡Te me bañas!”. Siguió, dramático, en su afán de convencerme acerca de sus dolencias. Al no tener eco sus quejas, apuntaló una nueva estrategia: “No estoy sucio, no es necesario bañarme, de verdad”, me dijo, serio, seguro de haber dicho una verdad irrefutable. “Pero si has saltado y jugado más de cuatro horas seguidas, te cambié de polo de tanto que sudaste y hasta te has caído dos veces en la arena. ¿Cómo puedes decirme que no estás sucio?”. Al verlo en esa postura de no saber qué hacer, ya arrepentido de haberle generado temor, también me quité la ropa y lo acompañé a la ducha. Para calmarlo, le dije: “Bueno, he exagerado un poco. A veces sí hay lagartijas, pero son pequeñas e inofensivas. No hacen daño; por el contrario, comen moscas. Y solo había una araña en el cesto de ropa, una chiquita e inofensiva. Respecto al monstruo peludo que vive debajo del camión de la huerta, solo es un lindo conejo de orejas largas. Mañana te voy a enseñar”. Al terminar de bañarnos, ya más tranquilo, Fabián volvió a recuperar la confianza. “Me lees un cuento, por favor”, me pidió. Tras cambiarlo y llevarlo a su cama, le leí una historia sobre una ballena a la que le gustaba recolectar cosas en el océano. Qué maravilloso cuento. Según mis cálculos, Fabián se quedó dormido justo unos minutos luego de haberle leído el libro, lo deduje por sus ojos cerrados y por su respiración pausada. Según yo, al fin con el camino abierto para reiniciar mi trabajo de editor, me levanté a prender mi laptop. Tenía y aún tengo mucho por hacer. La feria de libro de Arequipa, FESTILEC, me mantuvo cautivo veinte días y por tanto todo se me acumuló. Empecé a trabajar (si es que puede llamarse trabajo a esto que hago por placer), cuando escuché un quejido casi imperceptible. Era mi hijo Fabián. Lloraba. Me acerqué a verlo de inmediato, preocupado de que estuviera enfermo. “Papá”, me dijo, entre lágrimas, “creo que hay un monstruo debajo de mi cama. Tengo miedo. Me da mucho miedo. Quiero que te quedes aquí conmigo, por favor”. De solo ver su rostro empapado y contrito, se me partió el corazón. Sin lugar a dudas, me dije, ese niño que decía ser el más superpoderoso de todos los niños, abrigaba ese temor gracias a mí. Me sentí culpable. Para calmarlo, tuve que usar su linterna de explorador y la de mi celular, e iniciar una requisa de cabo a rabo. Aún así, no fue fácil convencerlo de la inexistencia de aquel inoportuno monstruo. Al término de la búsqueda, lo abracé fuerte. “No tengas miedo, yo me quedaré aquí para protegerte, te voy a cuidar toda la vida”, le dije. Respiró hondo. Antes de dormirse, alcanzó a decirme: “Papá, te quiero mucho, no quiero que te mueras nunca”. Se me salieron las lágrimas.
